Cuando escribo, me conformo con expresar con la mayor claridad posible lo que pienso, intentando transmitir algo de rebeldía y negándome a aceptar la calamidad que algunos se empeñan en plasmar día tras día, con lo que van creando una conciencia de aceptación del desastre. Pero ese intento mío tiene escasos resultados por aquello de que las sociedades están predispuestas a la aceptación de la desgracia, tal como hemos desarrollado en otras ocasiones. Los individuos, en actitud sumisa, se dejan llevar por el poder, otorgando, de forma gratuita, más credibilidad a quienes adoptan formas autoritarias que a quienes intentan aplicar unas políticas más sociales o, en general, a quienes intentan esclarecer la realidad y denunciar situaciones de injusticia y desigualdad. La tragedia para determinados grupos sociales que aspiran a otra forma de vida o se movilizan por un mundo más racional es que no les queda más remedio que sufrir las mismas presiones que al resto y convivir en las mismas circunstancias que esas grandes masas que se mueven al ritmo que les marcan aquéllos que tienen interés en que la vida discurra de esta manera, aunque nos arrastren hacia el abismo. La ignorancia materializada en grandes cifras, y no la libertad, es la que mantiene unas instituciones que actúan en contra de los intereses de las mayorías.
Quienes manejan los hilos, protegidos por otros poderes a cuyos agentes el sistema les concede privilegios, han perdido la cabeza. La codicia y el primitivo instinto de dominio son los ejes que marcan el ritmo desordenado de nuestras vidas. Resulta increíble para algunos que a estas alturas de la historia el trabajo de la mayoría, y su situación vital, dependa de esas dos lacras que hemos señalado, pero así es. Los empleadores solicitan fuerza de trabajo, como un tipo más de mercancía, sólo cuando lo necesitan, ejerciendo el dominio sobre otros seres, lo que pone en juego los aspectos psicológicos más deleznables. Resulta imposible convencer desde estas líneas que la necesidad de fuerza de trabajo es cada vez menor porque el capital amasado a lo largo de tantos años de explotación se mueve por otros circuitos donde la rentabilidad es superior. Me resulta imposible tan solo hacer reflexionar sobre el hundimiento del sistema clásico de explotación capitalista, es más fácil para el personal creer a los mentideros mediáticos y a sus peones cuando dicen que esto es una crisis con principio y final, mientras se toman tiempo alargando ese final sin que sean capaces de dar una solución porque con los parámetros en los que nos movemos es imposible superar esta situación. Los poderes otorgados a los Estados son incapaces de tomar cartas en el asunto y ejercer de manera autónoma para dar respuestas de progreso. El sangrante problema del desempleo sólo encontraría un camino viable si se interviniera la economía, comenzando por nacionalizar las entidades financieras, las comunicaciones, las energías, etc., gestionadas por poderes fuertes y verdaderamente dependientes de la ciudadanía. Justo el camino contrario por el que vamos.
Parece que los actuales grupos políticos, de uno u otro signo, son incapaces de llevarnos por el correcto camino. Por otro lado, ante el vendaval que nos azota, los individuos de esta sociedad se agarran a lo que tienen de la manera más insolidaria que hemos vivido en las últimas décadas, anteponiendo sus intereses personales a los de su clase como trabajadores, pero esto tiene sus riesgos porque nadie sabe qué pasará dentro de unos días o de unos meses con su situación laboral y, por lo tanto, con su vida familiar. La inestabilidad, la incertidumbre y el desasosiego están servidos.
Los abusos y los desmanes tienen un límite. Los que ejercen de manera abusiva, y sin control, esas miserias de codicia y dominio se realimentan en su acción porque comprueban que el pueblo aguanta carros y carretas, pero han de pensar (si es que son capaces) que el muro de contención puede reventar. Es Grecia el país con el que estos seres enfermos se están cebando ahora, y es Grecia quien ha comenzado a romper con ese movimiento no-violento que tan malos resultados les ha dado. La noche del día 12 veíamos en nuestros televisores edificios ardiendo, barricadas, miles de gentes en las calles, una explosión de rebeldía que esperamos pueda hacer doblegar a tanto abuso, a tanta ignominia. La noche del domingo frente al televisor muchos éramos Grecia. Por el camino que vamos, más tarde o más temprano, eso tendrá que ocurrir en los demás países amenazados, entre los que nos encontramos nosotros. Es imposible conciliar tanta riqueza con tanta miseria en un marco de desigualdad que crece sin freno. El hecho de no contar con organizaciones que canalicen la lucha por un mundo más racional, más justo y más humano provoca que la sociedad pase del autismo a la histeria colectiva con brotes de barbarie, una barbarie a todas luces justificada.
H. Ibsen tachó en su novela de enemigo del pueblo a un hombre justo que denunciaba la corrupción que se ejercía con el beneplácito de un pueblo agradecido por las migajas que caían de la mesa del poderoso. Los verdaderos enemigos del pueblo hoy juegan un papel opuesto, colaboran con el poder para que las sociedades de un sistema agotado caminen sin rumbo hacia el desastre. Forman parte de ese muro de contención al que hemos aludido a cambio de esas migajas que les convierten en una panda de individuos gandules y antirrevolucionarios. El mejor servicio que podrían prestar los actuales sindicatos y esos partidos de la pseudoizquierda es disolverse e integrarse en movimientos furtivos que pudieran fomentar el miedo entre tanto sinvergüenza, como ha ocurrido en otras ocasiones de la historia. Pienso que con las variables que hoy tenemos entremanos esta es la única salida, y Grecia puede convertirse en la punta de lanza.
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