(Cuento escrito en el verano de 2011, publicado en Nueva Tribuna: http://www.nuevatribuna.es/opinion/antonio-jose-gil-padilla/cuento-verano-mundo-mejor-posible/20110827112118060285.html)
El señor Mocasín yacía en la cama
de una lujosa habitación de su mansión. Enfermo y con dolor se resistía a
aceptar que pronto todo acabaría. ¿Cómo es posible que yo haya llegado a esta
situación? Esto no me puede pasar a mí, la enfermedad, el dolor, la muerte es
para el populacho, pensaba con la vista perdida. Pero, ni sus riquezas ni su
poder podrán evitar que más pronto que tarde abandone este endemoniado mundo en
el que muchos como él tanto han contribuido para que sea como es. ¿De qué le
habrá servido ser un explotador insaciable, especular en los mercados, comprar
y vender, engañar, manipular…?. Ahora se le ve encogido, poquita cosa, como un
indigente de las finanzas. Muchos de aquellos que le obedecían sin rechistar,
que le homenajeaban, que le hacían la pelota, que aplaudían cualquier decisión
les pareciera acertada o no, todos aquellos ahora le han abandonado.
Un joven descendiente se acerca
sigilosamente con un pequeño libro en las manos que, sin reparar en su título o
contenido, ha elegido al azar de una enorme estantería rebosante de volúmenes.
Se acerca al viejo y le dice al oído si quiere que le lea el texto que lleva en
su mano, con el ánimo, pensaba el joven, de hacerle más llevadero ese duro
trance. Con voz apagada el señor Mocasín acepta, aunque es más expresivo su
gesto inclinando la cabeza que el leve hilillo de voz con el que le responde
afirmativamente. El muchacho, haciendo una lectura cruzada del prólogo,
descubre que se trata de un librito que describe la forma de vida en un pequeño
país que alguna vez existió, no se sabe bien dónde, ni cuándo.
El joven comienza la lectura: “Érase un país en el que todos sonreían, las
calles estaban pobladas de gentes que se saludaban amablemente, cariñosamente,
parecían felices. En los medios de transporte ocurría lo mismo: caras alegres,
amabilidad a raudales. Los gobernantes eran gentes sencillas, ciudadanos que
rotaban cada cierto periodo de tiempo. No eran ni líderes, ni estadistas. Cada
uno de sus actos era consensuado con sus vecinos. Las grandes decisiones se
tomaban de manera colectiva, las iniciativas de cada uno de sus pobladores eran
recogidas y sometidas a la consideración del resto de la población.
No había ricos ni pobres. El trabajo no dependía del capricho o la
ambición de unos cuantos. Había una distribución de las tareas acorde con las
capacidades de cada cual.
Los bancos eran públicos, es decir, eran del pueblo, los beneficios se
empleaban en su totalidad para mejorar los servicios. El consumo era moderado, y las energías utilizadas totalmente
renovables”.
Al oír esto de los bancos el señor Mocasín
puso los ojos en blanco e hizo un
movimiento raro, como que se privaba. El joven se asustó e interrumpió
momentáneamente la lectura. Con voz, ahora, de ultratumba, una vez recuperado
de esa especie de síncope, el moribundo susurraba: no puede ser, esto no puede
ser cierto…
Al ver que el anciano se
recuperaba un poco, el joven prosiguió la lectura: “La sanidad y la enseñanza eran totalmente gratuitas, y todos los
centros educativos y los de salud eran públicos. La formación se centraba en el
desarrollo intelectual y emocional de todos y todas, habiendo desterrado una
práctica, heredada de otros mundos, que se limitaba, exclusivamente, a conjugar la memoria con la obediencia.
No existían profesionales de la cultura que mercadeasen con su obra, no
había pues un mercado del arte, ni deportistas, cantantes o actores
profesionales que capitalizasen grandes fortunas. La población era
polifacética: sabían tocar instrumentos musicales, cantaban, dibujaban, hacían
deporte, representaban obras de teatro.
La cultura, haciendo honor al la acción de cultivar, se practicaba y no
se consumía.
Los términos competitividad y productividad, también heredados de otros
lejanos lugares, habían sido sustituidos por igualdad y solidaridad. El afán de
enriquecimiento de otras culturas había desaparecido porque los pobladores de
este país habían alcanzado la condición de especie humana con todo lo que eso
conlleva”.
El viejo, con una respiración que
se parecía cada vez más al sonido de una sierra cortando un madero, hizo un
esfuerzo para comunicar con el joven agarrándole del brazo con el que sujetaba
el libro, y le dice: pero cuál era la “prima de riesgo” de ese país, qué decía la TV sobre la bolsa de valores,
cómo funcionaban los “mercados”. El muchacho busca y busca y le contesta: aquí
no dice nada de eso, pero sí que relata
cómo actuaban los medios de
comunicación. “Los medios de comunicación
eran del pueblo y no había profesionales que firmaran contratos millonarios.
Por el contrario, a ellos tenían acceso cualquier ciudadano que tuviera algo
interesante que contar. La información no estaba manipulada por nadie, no era
necesario engañar a un pueblo bien formado que sabía como actuar en todo
momento.
No eran necesarios opios para embelesar y distraer con mentiras. No
existían dioses, ni sectas porque los ciudadanos habían adquirido la madurez
suficiente como para no necesitar refugiarse en mentiras o inventos de gentes
aprovechadas”.
Al llegar a este punto,
exprimiendo la escasa capacidad cognitiva que le quedaba, el viejo moribundo
entendió que la vida podría haber transcurrido de otra manera, que podría
haberse esforzado para trabajar por un mundo mejor, aunque ya era tarde para
retornar; que todo su esfuerzo por acumular
riquezas no le servirían ahora de nada, que había estado enajenado,
fuera de sí, que no había dedicado tiempo a las pequeñas cosas, esas cosas que
engrandecen a las personas: pasear con una leve lluvia por una calle empedrada,
tomarse una cerveza con amigos en una sencilla terraza de barrio, jugar con los
hijos o los nietos en un parque público, ver caer las hojas de los árboles en
otoño, etc. Además, en su última ráfaga de lucidez, comprendió que no iría al
cielo, a un cielo inexistente; que las misas y los actos a los que había
asistido vestido de gala, no le librarían de pudrirse y de descomponerse tan
pronto como los gusanos comenzaran a hacer su labor en esa lujosa tumba
familiar. Esta especie de juicio final le condujo a una
crisis emocional tal que no pudo resistir más, y estiró la pata.
El joven se retiró, tal como lo
hizo al acercarse, con sigilo, y se dispuso a colocar el librito en la enorme
estantería de donde lo cogió, pero no recordaba si lo hizo de la sección
correspondiente a la historia o a la
de ciencia ficción. Haciendo un breve
repaso del contenido de lo que había leído al anciano, y contrastándolo con la
trayectoria de su rancia estirpe, no dudó en ubicarlo en esa zona de la más
pura fantasía.
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