La
nefasta educación reglada y la pseudocultura son dos potentes instrumentos que
el sistema maneja a la perfección para enajenar y embelesar a una ciudadanía
absorta que cree a aquellos que, interesadamente, establecen unas reglas del
juego en beneficio de sólo unos pocos.
La
educación oficial –basada, exclusivamente, en la memorización y en la
obediencia- es aceptada y compartida, incluso, por los sectores sociales y los
dirigentes políticos que se autodefinen como progresistas, lo que en términos
vulgares se conoce como izquierda. Ni que decir tiene que el profesorado, en su
inmensa mayoría, se deja llevar por los presupuestos y maneras impuestos
intencionadamente. El método, si es que la actual práctica educativa merece tal
calificativo, se ha consolidado, se ha generalizado, se ha encallado. Cualquier
desviación, sugerencia o propuesta que lo cuestione es entendido como una
temeridad, una extravagancia, carece de interés, es desatendido y, con toda
normalidad, eclipsadas.
Entre
tantos errores, el término explicar
se emplea de forma tergiversada, alejada de su verdadero significado. En
enseñanza y, en general, en el lenguaje ordinario explicar se utiliza para exponer simplemente. El profesor o
profesora dice que ha explicado un tema cuando lo que realmente ha hecho ha
sido contar lo que él o ella sabe sobre la cuestión. Explicar es una acción
indirecta que se sucede a una duda o a un requerimiento del alumno o de cualquier
persona que tiene la necesidad de conocer
algo. Lo que suele ocurrir es que la exposición del docente, o de todo aquel
que expone, cae en saco roto porque, posiblemente, el receptor no tenga ningún
interés en el asunto, o no lo entienda.
Explicar
se ha estandarizado hasta en el ámbito político. Los actuales dirigentes dicen
que su pérdida de apoyo electoral se debe a que no se han explicado bien las
acciones llevadas a cabo, y, para “remediarlo” colocan a otros en el lugar de
los que se han explicado mal. Además, los dirigentes de otros grupos basan su
acción política en lo que, por error, ellos llaman explicar. Contar a los que
lo están pasando mal que padecen es absolutamente estéril.
Por
otro lado, el verdadero desarrollo intelectual es desconocido para el gran público
y, lo peor de todo, por el profesorado y por los demás agentes implicados en
las tareas educativas. Pensar es una
cualidad, una capacidad, que requiere un largo proceso de aprendizaje. Las habilidades del pensamiento son,
básicamente, tres: la resolución de problemas, la creatividad y el
razonamiento. El desarrollo de estas dimensiones intelectuales es totalmente
ajeno a la usual práctica formativa. Por lo tanto, nos tendremos que conformar
con aquello con lo que la madre naturaleza nos ha dotado, es lo que algunos
científicos llaman inteligencia fluida,
aunque el interés y la inquietud por la superación personal puede ayudar a
incrementar, a título personal, nuestras capacidades, lo que se conoce como inteligencia cristalizada.
Otra
vez, los actuales líderes políticos desconocen las más elementales reglas que
permiten la adquisición de capacidades. Oigo decir a algunos que las personas
deben pensar, como si eso fuera algo automático, como si fuera un ejercicio de
voluntad, como si fuera activar un botón. Ignoran que pensar, como decimos, es
algo que se adquiere, o debiera adquirirse, mediante largos procesos de
aprendizaje.
He
leído unas conversaciones entre Julio Anguita y J. C. Monedero en las que el
primero le dice al otro: “en cierta medida hay que plantearle (al público) el
reto de que tiene que pensar”, lo que da muestras inequívocas de su ignorancia
en esta materia.
En
la cuestión cultural la confusión es tan grande como en enseñanza. Los protagonistas
de esa pseudocultura, los famosos, viven mirándose permanentemente el ombligo,
confundiendo la cultura con el negocio. El sistema trata a la cultura como un
mercado más, y no como una facultad creativa y extensiva a toda la población.
Los
actores y actrices, por ejemplo, constituyen una clase privilegiada que son
recompensados por el sistema a cambio de ser instrumentalizados. Como en todos
los estamentos sociales, existen, en este terreno, unas élites, absolutamente
insolidarias con aquellos que no tienen la suerte de ser elegidos.
También
el término cultura se ha tergiversado y el pueblo, como mero espectador, asume,
admira y acepta lo que hacen otros. Ciertos sectores sociales se consideran
ilustrados por el mero hecho de asistir a conciertos de música clásica o a
exposiciones pictóricas. La lectura de libros que infantilizan o te llevan a
mundos absurdos e irreales se ha convertido en una práctica generalizada,
recomendada e impulsada por los que nos controlan.
Sin
embargo, el término cultura está asociado a la acción de cultivar y, más en
concreto, a la de ejercitar las facultades intelectuales y manuales. La verdadera cultura pasa por la actividad de
la persona, y la cultura popular por la puesta en común de esas actividades de
forma desinteresada. Pero este tipo de cultura no le interesa al sistema,
prefiere una sociedad estática que se conforma con el espectáculo. La dogmática
social se ha encargado de eliminar el bochorno y la vergüenza de sentirse
inútiles para la música, la pintura, la interpretación, etc., así como de ser un
absoluto desconocedor de la ciencia o de la tecnología, respondiendo con el
elemental eslogan de: “yo soy de letras”.
Todos
estos errores son intencionados, y su aplicación está fomentada por aquellos a
los que les interesa una sociedad inactiva, indiferente y sin posibilidad de
madurez intelectual. Pero lo peor es que el pueblo lo acepta sin cuestionarlo,
lo que nos arrastra a un callejón sin salida, si no se producen cambios en el
actual panorama educativo, cultural, político…
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