Dos
acontecimientos, coincidentes en el tiempo, ponen en evidencia el uso que el
sistema hace de las leyes y de todo el aparato judicial. Por un lado, Zapata,
un concejal del Ayuntamiento de Madrid, fue acusado por publicar unos comentarios en una red
social. Por otro, Rato, exvicepresidente de Gobierno y exdirector gerente del
FMI, entre otros tantos cargos, está acusado de un montón de delitos: fraude,
alzamiento de bienes, blanqueo de capitales, etc., etc. La diferencia entre las
dos acusaciones es tan evidente que cualquier lego puede apreciarlo. Zapata ha
pasado, en un corto periodo de tiempo, dos veces por los juzgados. El juez no
vio ningún indicio y decidió archivar la causa. No conforme, la Fiscalía de la
Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional le obligó a reabrir el caso. Por
segunda vez El Juez ha archivado la causa. La ausencia de delito es evidente,
pero estoy seguro que seguirán en el empeño, y agotaran todos los recursos que
las normas permitan.
Por
el contrario, el caso Rato se dilata en el tiempo, a pesar de la gravedad de
los hechos. Mientras que sus adláteres permanecen en prisión por ser cómplices,
Rato está en libertad. Son estos hechos conocidos por la mayoría. Muchos
desearían que se hiciera justicia, pero ellos saben que las leyes no son
iguales para todos.
Al
primero se le relaciona con los movimientos ciudadanos, con el pueblo llano,
con los pobres. El segundo forma parte de esa minoría que detenta el poder, de
ese sector que, además, ha utilizado la política para corromperse, para
sentirse poderoso, para satisfacer esa pasión que nunca llegarán a alcanzar
plenamente, porque la pasión-poder se encuadra en la patología de la
normalidad. Todos estos individuos están psicológicamente llamados al fracaso
por mucho que acumulen lícita o ilícitamente.
Hasta
aquí, lo descrito es información. Ahora lo importante es analizar el asunto
para descubrir los motivos por los que las cosas son así.
Permanentemente
nos bombardean con aquello de que todos debemos cumplir con las leyes, normas
elaboradas por aquellos que defienden los intereses de una minoría. Ahora, como siempre, la ley es un instrumento
para someter y reprimir al pueblo, limitando sus derechos, en defensa de la
propiedad e intereses de los que detentan el poder real. Algunos ingenuos
pensadores (Kelsen, Montesquieu, etc,) han derrochado materia gris en defensa
de una estructuración de la norma, en la creencia de que ésta rige de manera
objetiva los estados democráticos modernos. Nada más lejos. La ley está
diseñada para proteger a los que más tienen y para hacer cumplir con sus
obligaciones a esa inmensa mayoría que mantiene a los Estados sin posibilidad de que los gastos que
aquél genera sean repartidos proporcionalmente a la posesión de riqueza. Los
poderosos se rodean de “buenos” asesores fiscales y juristas que, conocedores
de la ley, de su ambigüedad, de sus incoherencias y de sus contradicciones,
burlan la norma en beneficio de sus clientes, por cuyos servicios cobran una
abultada minuta. Aunque nos quieren hacer creer que la ley es inflexible y
explícita, no cabe duda de que su imprecisión es tal que, en el campo netamente
jurídico, los dictámenes que emiten los jueces, que están bajo el poder de los
órganos elegidos de forma poco democrática, encierran una gran carga subjetiva.
Las decisiones y las sentencias pueden ser contradictorias según quien sea el
que es juzgado o el que juzga. Los jueces son unos simples funcionarios instrumentalizados
a los que se les permite que ejerzan su
“poder” siempre y cuando respeten las normas del juego que no es otro
que la defensa de los intereses de los que más tienen. Los jueces se mueven
entre la proximidad al poder real y el miedo. Saben que si se salen de las
pautas que les marcan serán apartados de su labor, serán expulsados. He ahí los
casos Garzón, Elpidio, Ruz, etc.
Las
leyes, como decimos, son tan poco precisas, y su cumplimiento está tan
focalizado en la dirección de la defensa del capital, que encierra una enorme cantidad de fisuras
por las cuales el pícaro se cuela para burlarlas. Como consecuencia, es más
rentable, siempre que sea posible, incumplir la ley de forma reiterada aunque
alguna vez se descubra ese incumplimiento y se tenga que rendir cuentas. Las cárceles están repletas de personas que
pertenecen al lumpen urbano o de aquellos que, de una u otra forma, contestan
al sistema. Pocos elementos pertenecientes a la clase pudiente permanecen en
prisión aunque sus desmanes hayan acabado en estafas o robos de miles de millones. En ningún caso la ley
les obliga a devolver lo que han usurpado. “El peso de la ley” tampoco recae
sobre quienes, formando parte de los
gobiernos, roban, engañan o asesinan. Tanto en unos casos como en otros, se
inician los procesos, parece que van a pagar por sus delitos, pero todo queda
en trámites burocráticos y en unos pocos días de arresto: los recursos y, en
último término, los indultos, el tercer grado y otras tantas tretas permiten
que el tiempo juegue su papel y que todo
haya quedado resumido a una vieja fórmula: “circo para el pueblo”. La ley, en
suma, es en la actualidad un instrumento coercitivo puesto en manos de las
fuerzas políticas mayoritarias que, como venimos señalando, sirve a la clase
dominante de la mejor forma, con el ánimo de permanecer en el gobierno el mayor
tiempo posible. En los últimos tiempos,
estamos contemplando como la ley, por ejemplo, se utiliza para destruir el
estado de bienestar, conquistado en otros tiempos cuando la correlación de
fuerzas entre dominados y dominadores era más favorable a los primeros,
restringiendo las prestaciones sociales y los derechos conquistados. La
aplicación de la ley, lejos de ser una fórmula de convivencia entre
iguales, no es otra cosa que el
ejercicio del poder contra el que de él carece.
En el ámbito netamente procesal el tratamiento entre unos y otros casos
de delitos, o entre unos y otros delincuentes es bien diferente. Si una persona humilde, acuciada por la
necesidad vital de subsistencia, asume el papel de “mulero”, y ésta es descubierta en Barajas con droga, es detenida, puesta en
manos de los jueces de inmediato, y encarcelada a continuación sin ningún tipo
de contemplaciones. Sin embargo, los casos Rato, Báscenas, Urdangarín, Gürtel, Púnica, Palma Arena, Malaya, y tantos otros casos de corrupción en los que están
implicados individuos con más o menos poder, se eternizan en el tiempo. Los
implicados son tratados como “presuntos” aunque las pruebas sean evidentes,
después pasan por una escala nominal que discurre desde imputados a condenados,
si es que llegan a serlo en algún momento, pasando por encausados, procesados y
toda una retahíla de situaciones que alarga intencionadamente el proceso, con
el ánimo de liberarles en cuanto exista el mínimo resquicio legal. La
instrucción y los sumarios se hacen interminables mientras los investigados,
imputados o encausados campan a sus anchas, con la posibilidad de deshacer
entuertos que les pudieran culpabilizar o agravar sus “presuntos” delitos.
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