El
sistema de explotación capitalista arranca a raíz de la Revolución Industrial,
a mediados del siglo XIX, distinguiéndose de etapas anteriores por la
consideración de la fuerza de trabajo como un tipo más de mercancía. Desde
entonces hasta nuestros días el sistema se ha caracterizado por la desigualdad
como su principal razón de ser. Desde el comienzo ha tenido lugar una progresiva mejora de las
condiciones de vida de la clase
trabajadora. Sin embargo, hace ya un par de décadas que esa situación ha
sufrido un quebranto. Se ha producido una inflexión. El momento que vivimos y
el futuro, en países como el nuestro, bien pueden ser calificados como
inciertos.
El
desarrollo tecnológico es fruto de la dinámica capitalista según la cual el
objetivo que se busca es el del beneficio máximo al menor coste. Por esa razón,
se ha ido reduciendo la fuerza del trabajo a costa de la automatización de los
procesos productivos. La acumulación progresiva ha dado pie a la inversión en
nuevos métodos y más potentes sistemas automáticos, hasta llegar en nuestros
días a la robotización, monitorización e informatización en la industria y en
los servicios. Todo ello con una creciente disminución de mano de obra. Algunos
autores, como J. Rifkin, se atreven a
augurar el “fin del trabajo” a mediados del presente siglo.
Pero
todo esto pasa desapercibido para el aparato político. Mientras, el trabajo
estable va desapareciendo y va siendo sustituido por precariedad, inestabilidad
y pobreza. Mientras, la sustitución de mano de obra va siendo sustituida por
robots y ordenadores. Mientras esto ocurre, los políticos se dedican al mero
debate, a la descalificación recíproca, a la lucha por el acceso al poder o a
mantenerse en él, en uso del insulto, de la mentira y de la demagogia. Es como
si inconscientemente huyeran de la realidad, en esa realidad en la que el poder
real les otorga un espacio privilegiado. También habría que añadir, a esa
desatención al problema, la falta de capacidad para abordarlo.
Algunos
autores, entre ellos E. Wallerstein,
señalan que parece que el mundo ha caminado en positivo, a modo de “ley
del trinquete”, es decir, se han producido avances y retrocesos, pero los
avances han superado a los retrocesos de manera que en valor absoluto las
sociedades han mejorado. También es cierto que muestra sus dudas de cara al
futuro.
Decimos
que ahora vivimos momentos de incertidumbre, de desasosiego, porque se ha
producido un desajuste entre el progreso tecnológico y la capacidad de consumo
de los ciudadanos. Entre el crecimiento del capital y la reducción de las
rentas del trabajo. Y esto implica una profunda ruptura social que no se ha
producido en otros tiempos. Así, en los tiempos de la semiesclavitud, a
comienzos de la industrialización de los procesos, los patronos pagaban el
salario suficiente para la subsistencia y la posibilidad de reproducción para
mantener la fuerza de trabajo necesario. Esta situación daba pie a una forma de
organización social marcada por dos clases antagónicas claramente definidas y
acotadas: explotados y explotadores. Más adelante, debido a la superproducción,
por el desarrollo tecnológico, fue necesario convertir a la clase trabajadora
en masa consumidora. El tremendo incremento de la productividad, el movimiento
obrero y el miedo a la “amenaza” de la Unión Soviética dio lugar a la mejora de
las condiciones de vida de la clase trabajadora. De esta forma, se aprovechó la
oligarquía para inventar términos tales como estado de bienestar y clase
media, intentando ubicar allí a amplios sectores sociales para desclasarles
y negar la lucha de clases. Y es cierto que han logrado que, poco a poco, esos
sectores hayan huido de su verdadera condición. En estas circunstancias, aunque
con una clara división por clases, el sistema ha conseguido adecuar la nueva
organización social a las relaciones de producción, desactivando a la sociedad
e instalando la indiferencia y la estabilidad que demandan para seguir
incrementando la grieta entre ricos y pobres.
Sin
embargo, debido a la deriva del modelo instalado, se están produciendo dos
fenómenos divergentes que dan lugar a una situación inédita. Por un lado, tal
como hemos señalado, la tecnología está eliminando mano de obra, sin que, a
ciencia cierta, sepamos donde está el límite. Por otro, y como consecuencia del
punto anterior, la mano de obra es menos necesaria, y los empleos cada vez son
más precarios y peor remunerados, por lo que la capacidad global de consumo
cada vez es menor. La codicia de la clase dominante, la incapacidad de los políticos
y esa ausencia de reacción del pueblo nos llevan por un camino cuyo destino es
tan novedoso como incierto.
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