El término subespecie
no quiere decir, necesariamente, que las distintas partes sean de naturaleza
inferior a lo que hoy se conoce como especie humana. Así que lo emplearemos,
básicamente, para clasificar a los diferentes grupos que convivimos, en este
momento, en este planeta, sobre todo en tipos de sociedades como la nuestra. El
arranque de este estudio lo inicio a raíz de una reciente experiencia en un
pequeño recinto en el que coincidimos individuos, a mi modo de ver, de cuatro
subespecies diferentes, en las que incluyo a los ingenios tecnológicos, esos
que “nos facilitan la vida” y que, cada vez, tendrán más implantación. Esto
abre, o reanima, un debate que inquieta a unos cuantos, aunque debería
inquietar a muchos más. Tal vez así, sacando conclusiones, podamos descubrir algunos
de los porqués que tienen que ver con los comportamientos del día a día y,
yendo más allá, con el discurrir histórico.
A modo de relato
Los
nuevos artilugios tecnológicos nos permiten disponer de dinero a cualquier hora
del día o de la noche. Serían las siete
de la tarde cuando decidí realizar algunas operaciones en uno de esos múltiples
cajeros a los que es posible acceder sin necesidad de entrar a las oficinas
bancarias. La primera la llevé a cabo sin problemas: pude reponer mi billetera,
absolutamente vacía de antemano. Tenía que recargar la tarjeta del abono trasporte, caducada desde hacía
varios días. Tengo que reconocer que me asaltaba la duda: ¿lo hago aquí, en
este cajero, o me acerco a un estanco próximo? No sé por qué presentía que algo
podría salir mal. Pero aquella pantalla tan colorista con ese llamativo lector
incorporado a la máquina, me persuadió, y sin pensarlo dos veces: me lancé.
Intenté seguir las indicaciones, pero mire por dónde, haciéndose realidad ese
presentimiento, aquello se bloqueó, indicándome esa brillante pantalla:
“Tarjeta retenida”. Es cuando uno se siente obsoleto, preocupado, nervioso y
asustado. Para resumirlo en pocas palabras: gilipollas. Después de unos
minutos, una llamada a un 902 (los que cuestan) me tranquilizó en parte, pero
me dijeron que sólo podía rescatar la tarjeta al día siguiente en horario de
apertura de la oficina.
Todo
esto me ocupó un cierto tiempo en el que permanecí en aquel cubículo de unos
cuatro metros cuadrados que disponía de dos máquinas idénticas. Yo tenía la
secreta esperanza de que en algún momento aquel artilugio electrónico vomitara
mi tarjeta por aquella boca con luz verde intermitente por la que había
entrado, pero ese deseo fue decayendo poco a poco. A lo largo de ese tiempo,
que yo estimo serían unos diez minutos, que se me hicieron eternos, entraron
tres personas. La primera, móvil en mano, se dirigió directamente a la otra
máquina sin dirigir una simple mirada a ese hombre que, emulando a Machado,
conversaba consigo mismo, aunque un poco más excitado que aquel que lo hacía
paseando por los solitarios caminos de los campos de Castilla. Salió tal como
entró: con su móvil pegado a la oreja. Ni un solo gesto ajeno a su tecleo del
dispensador de billetes y absorta, porque era una mujer joven, por esa
conversación telefónica con la que entró.
Cuando
entró la segunda, yo, un poco más tranquilo, confiaba en que alguien me echara
una mano, pero como la anterior no dirigió ni una simple mirada a esa misma
persona tan necesitada de apoyo tecnológico. Sin embargo, yo la miraba
trasmitiendo telepáticamente: “ayuda por favor”, pero esa otra persona, también
mujer, permanecía impasible y se fue lo mismo que entró, ignorando al que aún
permanecía angustiado.
De
la tercera persona que entró, después de la actitud de las anteriores, ya no esperaba nada, así que al quedarme solo
decidí llamar a aquel número 902. Después de hablar con una máquina que me
hacía preguntas y propuestas, pude escuchar la cálida voz humana. Esa fue toda
la comunicación verbal, sin imágenes, aunque por allí pasaran tres personas en
ese tiempo, de cuyos comportamientos yo me desmarco radicalmente.
Un
pequeño espacio, de unos cuatro metros cuadrados, convertido en laboratorio de
estudios sociológicos, me permitió reforzar esa idea que uno tiene del actual
estado intelectual y emocional de la
especie, de la indiferencia y de los cambios en las formas de comunicación. Tal
vez la muestra no sea demasiado representativa, pero el comportamiento de esas
tres personas, que me ignoraron por completo, se añade a lo que vemos a diario
en la calle, en los comercios o en los medios de trasportes.
Sin
embargo, con una visión optimista de lo humano, quiero pensar que no todos
somos iguales, lo que me permite abrir un nuevo debate acerca de las
subespecies o grupos sociales que convivimos, con comportamientos y capacidades
diferentes, pero es algo que abordaremos de manera menos relajada que en este
sencillo relato que pone de manifiesto, la indiferencia y la
mala educación de esas tres personas con las que coincidí en ese pequeño
habitáculo, aunque, tal vez, la experiencia vaya algo más allá y las tres, vaya
coincidencia, pertenezcan a esa subespecie que, en letra de Maquiavelo, “ni
disciernen, ni entienden nada”.
(Continuará.
Ver las siguientes entregas de “Subespecies”).
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