En un trabajo que publiqué en 2010 (primera edición), aparece un
apartado con este mismo título. En marzo de 2012 lo envié a varias
publicaciones, y, además, lo incorporé a mi propio Blog. Ante el permanente
trato discriminatorio e injusto de la aplicación de las leyes, y la abundancia
de casos, volví a publicarlo en febrero de 2017.
Ahora los lamentables hechos llevados a cabo por lo que se conoce como
la más alta institución del poder judicial, es decir, el Tribunal Supremo, el
contenido se hace más vigente que nunca. No era necesario llegar a estos
extremos, a lo de anular sus propias decisiones, un día una cosa y al siguiente
la contraria, para hacer patente el servilismo a la clase dominante de estos
funcionarios instrumentalizados y bien alimentados.
Tal vez no descubra nada nuevo para quienes tengan a bien leer estas
líneas, en las que insisto una y otra vez en la finalidad de las leyes. Por lo
tanto, el objetivo principal es el de denunciar estas deleznables prácticas de
lo que llaman poder judicial. A denunciar todas las artimañas y mentiras que
permiten a los de arriba mantener el dominio sobre la inmensa mayoría
(dominada), y conseguir, por su parte, que pase a la categoría de normal la
desigualdad, la pobreza y la ignorancia. Sería también deseable que todo aquel
o aquella que pueda se sume a esta denuncia. Es esto un intento, tal vez
trufado de ingenuidad, con la esperanza de que en algún momento seamos capaces
de calar en la conciencia de aquellos
amplios sectores sociales, víctimas de las técnicas alienantes de un sistema irracional
e inhumano.
Publicado en marzo de 2012 y en febrero de 2017
Dicen los diccionarios que la
igualdad es el trato idéntico entre todas las personas, al margen de razas, sexo,
clase social y otras circunstancias diferenciadoras, definición que, por
cierto, encierra una contradicción en sí misma al admitir que hay clases
sociales, es decir, ricos y pobres, patronos y trabajadores, explotadores y
explotados, etc. Ni el más osado se atrevería a defender con pruebas o
argumentos la existencia de este principio en sociedades como la nuestra, en
donde, por el contrario, la desigualdad
es endémica, y constituye el leitmotiv
que engrasa el mecanismo del actual sistema.
Como en tantos otros asuntos, en
esto de la ley, el poder se empeña en proclamar lo contrario a lo que es la
práctica habitual. Los medios de comunicación son, ahora, el instrumento ideal.
Una vez anunciado de manera machacona que todos somos iguales ante la ley,
intentando hacer bueno el lema de Goebbels, la masa social se convierte en presa
del engaño interesado, y asume la mentira sin rechistar. Nos mienten con eso de
la democracia (algunos denuncian la mentira y pidieron en su día democracia real ¡ya!), nos mienten con
lo de la representatividad de los políticos (otros tantos, o los mismos, ya se
han dado cuenta de que no nos representan),
nos mienten con las reformas laborales, que destruirán empleo en lugar de
crearlo, nos mienten en campañas electorales, nos mienten, además, con eso de
la igualdad ante la ley.
Ahora, como siempre, la ley es un instrumento para someter y reprimir
al pueblo llano, limitando sus derechos, en defensa de la propiedad, e
intereses de las clases privilegiadas, entre los que se encuentran los propios
políticos. Algunos ingenuos pensadores (H. Kelsen, M. Duverger, M. Hauriou,
y otros tantos) han derrochado materia gris en defensa de la estructuración e
independencia de la norma, en la
creencia, por su parte, de que ésta rige de manera objetiva los estados
democráticos modernos. Nada más lejos. La ley, dicho de otra manera, está
diseñada para proteger a los que más tienen y para hacer cumplir con sus
obligaciones a esa inmensa mayoría que mantiene a los Estados, sin posibilidad de que los gastos
que aquél genera sean repartidos proporcionalmente a la posesión de riqueza.
En estos tiempos, estamos
contemplando como la ley se utiliza para destruir el estado de bienestar, conquistado en otros tiempos cuando la
correlación de fuerzas entre dominados y dominadores era más favorable a los
primeros. Así vemos como se van restringiendo las prestaciones sociales y los
derechos adquiridos. La aplicación de la
ley, lejos de ser una fórmula de convivencia entre iguales, no es otra cosa que el ejercicio del poder
contra el que de él carece.
La ley, en suma, es un instrumento coercitivo puesto en manos de
las fuerzas políticas mayoritarias que sirven al poder económico de la mejor
forma, con el único objetivo de permanecer en el gobierno el mayor tiempo
posible.
Las leyes son tan poco precisas,
y su cumplimiento está tan focalizado en la dirección de la defensa del poder
real, que encierra una enorme cantidad
de fisuras por las cuales el pícaro
se cuela para burlarlas. Los poderosos se rodean de “eficaces” asesores
fiscales y juristas que, conocedores de la ley, de su ambigüedad, de sus
incoherencias y de sus contradicciones, burlan la norma en beneficio de sus
clientes. Por lo tanto, siempre que sea posible, les resulta más rentable incumplir
la ley de forma reiterada, aunque alguna vez se descubra ese incumplimiento y
se tenga que rendir cuentas.
La aplicación de las normas
promulgadas por el poder político queda reservada a un colectivo de corte
conservador, los jueces, en el que el clientelismo y la endogamia son piezas
clave de la institución. Aunque nos quieren hacer creer que la ley es
inflexible y explícita, no cabe duda de que su imprecisión es tal que, en el
campo netamente jurídico, los dictámenes que emiten los jueces, que están bajo
el poder de los órganos elegidos de forma poco democrática, encierran una gran
carga subjetiva. Las decisiones y las sentencias para un mismo delito pueden
ser contrarias según quien sea el que juzga, o aquél que es juzgado. Los jueces
son unos simples funcionarios instrumentalizados
a los que se les permite que ejerzan su
“poder” (delegado) siempre y cuando respeten las reglas del juego, que
no es otro que la defensa de los intereses de los que más tienen, y los de sus
comparsas. En caso contrario, se pone en marcha la más deleznable maquinaria
que permita expulsar a esa “oveja descarriada” que se atreve a enfrentarse al
orden establecido. Los oscuros mecanismos empleados para alcanzar los objetivos
nunca serán descubiertos, pero la ejecución de la medida suele ser de lo más elemental; ejemplo: las actuaciones
de Garzón fueron un impedimento para exculpar
a los corruptos del caso Gürtel (vaya usted a saber lo que sigue habiendo ahí
dentro), pues se expulsa al juez de la
manera más burda y “santas pascuas”. En esa misma línea de persecución, el
magistrado instructor José Castro, de corte claramente progresista, tuvo que
andar con “pies de plomo” porque daba la sensación de que iban a por él; los
medios de comunicación (incluidos los públicos), con esos tertulianos de
extrema derecha a la cabeza, hicieron su trabajo para hundirle.
Las cárceles están repletas de
personas que pertenecen al lumpen urbano, o de aquellos que, de una u otra
forma, contestan al sistema. Pocos elementos pertenecientes a las clases
pudientes permanecen en prisión aunque sus desmanes hayan acabado en estafas o
robos de miles de millones. En ningún
caso la ley les obliga a devolver lo que han usurpado. “El peso de la ley”
tampoco recae sobre quienes, formando parte
de cualquier tipo de gobierno, roban, engañan o, incluso, invaden países
con resultado de genocidio.
En el ámbito netamente procesal
el tratamiento entre unos y otros casos de delitos, o entre unos y otros tipos
de delincuentes es bien diferente. Vaya por delante que no defiendo ni
justifico ninguno de los casos a los que me refiero a continuación. Si una
persona humilde, acuciada por la necesidad vital de subsistencia, asume el
papel de “mulero”, y ésta es
descubierta en Barajas con droga, es
detenida, puesta en manos de los jueces de inmediato, y encarcelada a
continuación sin ningún tipo de contemplaciones. Sin embargo, los casos
Urdangarín, Gürtel, Palma Arena, Púnica, Lezo y tantos otros casos de
corrupción, en los que están implicados individuos con más o menos poder, se
eternizan en el tiempo. Los implicados son tratados como “presuntos” aunque las
pruebas sean evidentes, después pasan por una escala nominal que discurre desde
imputados a condenados, si es que
llegan a serlo en algún momento, pasando por encausados, procesados y toda una
retahíla de situaciones que alarga intencionadamente el proceso, con el ánimo
de liberarles en cuanto exista el mínimo resquicio legal. La instrucción y los
sumarios se hacen interminables mientras los investigados, imputados o
encausados campan a sus anchas, con la posibilidad de deshacer entuertos que
les pudieran culpabilizar o agravar sus “presuntos” delitos. Si por fin los
procesos llegan a término, nunca se establece una relación de justicia entre
pena y delito. Por lo general, si es que el “presunto” delincuente no es
absuelto, el asunto puede quedar reducido a
una simple sanción pecuniaria o a un reducido tiempo de arresto: los
recursos y, en último término, los indultos, el tercer grado y otras tantas
tretas permiten que el tiempo juegue su
papel, y que todo el espectáculo haya quedado limitado, como en tantas
ocasiones, a esa ancestral y recurrente fórmula que se conoce como “circo para
el pueblo”, retransmitido en directo en sus diferentes fases por radio y TV.
En resumen, es fácil concluir en que no somos todos
iguales ante la ley, aunque, con el engaño como telón de fondo, así lo
proclamen las Constituciones, la Declaración Universal de los Derechos Humanos
o el sursuncorda.
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