El poder y el
miedo son dos elementos dinámicos que juegan un papel fundamental en la
dimensión represiva que conlleva una práctica política imperfecta como la
vigente, a la que, por ingenuidad o ignorancia, una amplia mayoría reconoce
como democracia. Una democracia limitada, manipulada y establecida desde el
poder como una estrategia para el mantenimiento de eso que llaman “paz social”,
tan necesaria para que los de arriba sigan dominando y enriqueciéndose sin
poner límites a su avaricia. Pero el poder y el miedo no son signos exclusivos
de esta época. En la trayectoria de esta especie nuestra aparecen como una
constante.
El poder y el
miedo, como hemos expresado en anteriores ocasiones, se encuentran en relación
inversa: a más miedo menos poder y viceversa. Los que ostentan el poder imponen,
ahora, las reglas del juego de los que se manifiestan ante la injusticia y la
desigualdad. Es el sistema el que, a través de sus tentáculos (las
instituciones políticas, los medios de comunicación y la escuela) determina lo
que está bien y lo que está mal. De esta manera, han ganado la baza pacifista.
Las protestas se han de llevar a cabo sin violencia, lo que les preserva de
cualquier desequilibrio, y les refuerza su poder. Así, el pueblo llano es
temeroso cuando incumple las normas impuestas, lo que le resta poder.
Los que tienen el
poder tratan de mantener una amplia franja de seguridad para proteger sus
intereses y su riqueza. Por lo tanto, cuando barruntan que su poder puede
quebrar, no dudan en tomar medidas desorbitadas y desproporcionas a los efectos
que algunos acontecimientos pudieran producir, situación a la que estamos
asistiendo en estos días. (Contra el
sistema: República o Monarquía, 11 de junio de 2014).
Así lo expresé en el citado artículo, intentando relacionar
el miedo y el poder. Este binomio es recurrente en mi pensamiento, y tan
determinante en las actuales relaciones sociales, que me veo obligado a
desarrollarlo aquí, sin que con ello agote todo lo que puede dar de sí este
asunto.
El poder y su
génesis
El
término poder tiene un sinfín de acepciones, pero ahora intentaremos ir a su
origen en relación con la condición humana. El poder como lacra, para el que lo
ostenta o lo desea, no demuestra nada más que la inmadurez de nuestra especie,
o, como dice E. Fromm, un intento fallido de unión con el resto de sus
congéneres, lo que le lleva a concluir que, junto a otras formas de relación,
la sociedad carece de la salud mental necesaria para convivir como verdaderos
seres humanos. Se
refiere el autor a la sumisión, de
cuya relación con el miedo hablaremos más adelante “Otra posibilidad de vencer el
aislamiento se encuentra en dirección contraria: el hombre puede intentar
unirse con el mundo adquiriendo poder sobre
él, haciendo de los demás partes de sí mismo, trascendiendo así su existencia
individual mediante el dominio o poderío.” (E. Fromm). “El resultado definitivo de estas dos pasiones es la derrota”
(concluye el pensador).
A veces nos
preguntamos por qué algunos ancianos siguen dirigiendo entidades financiaras, o
grandes corporaciones, cuando tienen los
suficientes recursos y riquezas para que puedan vivir varias generaciones
futuras. Una persona tan mentalmente sana como José Múgica, Presidente de Uruguay,
en una retransmisión televisiva, se preguntaba por qué uno de los magnates
americanos continuaba en su puesto a pesar de contar con una edad
extremadamente avanzada. Él, en el marco de su modesta forma de vida, a pesar
de su condición política, no lo entendía. La razón fundamental por la que se da
esta circunstancia en los individuos con poder, o en los sumisos, es porque no
alcanzan nunca el nivel de satisfacción deseado por ellos.
Pero lo más grave es que a una gran mayoría social, por lo
general sumisa, admiten, respetan e, incluso, admiran a los que tienen poder,
porque, en el fondo, a ellos, les encantaría cambiar su papel de sumisos por el
de dominadores. A lo largo de la historia se ha ido fraguando una cultura que,
junto a las normas generadas en beneficio propio por los poderosos, han calado
de tal forma que han dado lugar a una serie de contravalores que son el
“bálsamo” de una sociedad enferma. La desigualdad, la codicia, el afán de
enriquecimiento y otros tantos han pasado a la categoría de normal en el actual
sistema socioeconómico, aunque algunos de estos defectos de la especie vienen
de muy atrás.
La
materialización del poder, los tipos de poder y la relación entre ellos
Tal como hemos señalado, son múltiples las acepciones del
término poder. En algunos casos se asocia, incluso, con las capacidades
intelectuales innatas o adquiridas por las personas, pero aquí nos queremos
ceñir al Poder real, con mayúsculas, y al poder político.
Entendemos como Poder real a la pasión, y al ejercicio, de los que forman
parte del grupo social de los poseedores de grandes fortunas, de los poderosos económicamente
hablando, a lo que desde ciertas ideologías se conoce como clase dominante, que
nosotros traducimos por clases dominantes, o privilegiadas, por la
incorporación de ciertos grupos con poder e influencia en las relaciones
sociales actuales. Nos referimos a los “famosos” acaudalados con una enorme
influencia mediática que el sistema ha generado con el ánimo de incrementar el
nivel de enajenación de una sociedad ya de por sí enajenada. Y vaya si lo ha
conseguido.
Una vez instalados en esa posesión de dominio se blindan
con leyes y con instituciones para seguir incrementando sus ganancias, y así
buscar insaciablemente esa estabilidad mental de la que carecen. Mi amigo
Antonio Zugasti dice que ese afán de
enriquecimiento denota una enorme pobreza humana. Pero nunca llegarán a
alcanzar la condición de humanos en el sentido de seres plenos de salud mental
y de razón.
Para seguir con su trayectoria necesitan una serie de
condiciones a saber: una sociedad civil dominada, atemorizada, sumisa, y otros poderes de segunda como
el político, el judicial y el mediático. Con todos estos ingredientes montan un
modelo político a su antojo a modo de pseudodemocracia
con la que engañan a una gran parte del pueblo, haciéndoles creer que este es
la mejor forma de gobierno.
Por una parte, los políticos se convierten en casta, se segmentan de lo que se supone
son sus representados, se convierten en clase privilegiada y, en un intento de
incorporación a los que más tienen, se convierten, en gran medida, en
corruptos. Hoy día es posible, sin ningún reparo, asociar democracia (esta
pseudodemocracia) con corrupción. La ambición de buena parte de los políticos,
haciendo uso de esa pasión, buscan alcanzar mayores cotas de poder.
Por otra parte, el llamado poder judicial se convierte en
una segunda instancia del poder político. Los miembros de los principales organismos
son elegidos por los propios partidos políticos. Los parlamentos se encargan de
elaborar las leyes que protegen al Poder real y las que someten al pueblo llano.
Las pruebas son evidentes tal como podemos observar en este país. Los procesos
de instrucción de la causa de los poderosos se eternizan para después
liberarles del delito por prescripción de los mismos o, si llegan a ser
condenados, por indulto (véase caso Urdangarín, Gürter, Palma arena, familia
Puyol y un largo etc.). En el otro extremo las “leyes mordaza” para reprimir y
recortar las libertades de la ciudadanía (véase intento de reforma de la ley del aborto, ley de seguridad
ciudadana, etc.).
Los medios de comunicación prensa, radio, TV están
directamente en manos del Poder real
(los privados) o del poder político (los públicos), convirtiéndose, hoy día, en
el instrumento más potente de enajenación.
La enajenación,
la sumisión y el miedo
La pobreza
humana o inmadurez intelectual y emocional, de una u otra manera, está en el
origen de la ausencia de conciencia, del miedo y de la inseguridad;
en suma, del deseo de poder y de la sumisión. Intentaremos, a
continuación, buscar las relaciones entre unas y otras miserias que nos impiden
acreditarnos como verdadera especie racional y humana. Esta especie nuestra
muestra una predisposición natural a la enajenación, que se ve reforzada a lo
largo de toda la vida de cada individuo como consecuencia de los instrumentos
en manos de los que ostentan el poder. La enajenación, en una acepción
de carácter general, consiste poner a uno o una fuera de sí, en privarle de la
razón. Para E. Fromm, la enajenación es “un modo de experiencia en que la
persona se siente a sí misma como un extraño”, para Feuerbach “el hombre
enajenado pone su verdadero ser fuera de sí”. Por otra parte, la conciencia es
el conocimiento que el ser humano posee sobre sí mismo, sobre su existencia y
sobre su relación con el mundo; ese conocimiento puede ser inicialmente más o
menos amplio, y también es susceptible de ser modificado o anulado. La conciencia
de clase, componente fundamental para la convivencia en sociedad, implica
la capacidad para entender las relaciones entre las diferentes clases sociales.
En consecuencia, la ausencia de conciencia supone todo lo contrario, es decir,
el desconocimiento del propio ser, de su existencia y de su relación con los
demás. Por lo tanto, la enajenación está en relación inversa con la conciencia,
a menos conciencia más enajenación y viceversa, o expresado de otra manera,
cuanto más alienado está el sujeto, menos conciencia individual y social tiene,
lo que, en un proceso vital puede llevarle a la desactivación total, al autismo
más profundo y a la indiferencia, como es el caso en el que nos
encontramos ahora. De esta manera, la población se convierte en presa, y queda
predispuesta para ser manejada por el más cínico, el más mentiroso, el más
sinvergüenza.
Las religiones,
primitivas o teístas, son el medio más arcaico en el que se refugia nuestra
especie. Por lo general, el individuo tiene una rudimentaria conciencia de su
existencia y de sus limitaciones lo que origina miedo a su propio fin
como es la muerte, e inseguridad para afrontar su problema existencial.
Ese miedo y esa inseguridad le fuerzan a
buscar un equilibrio, y se refugia en ídolos o seres superiores, representados
por dioses terrenales, inmateriales, genuinos o espurios. Proyecta su propio
ser fuera de sí, creando seres a los que atribuye cualidades superiores de las
que él cree carecer. Nace así eso que llamamos alienación primaria, o autoenajenación,
que aleja al individuo de la razón, cualidad de la que potencialmente, y
en exclusividad, la naturaleza nos ha dotado, aunque parece que sin la adecuada
uniformidad.
Así, la
enajenación se materializa en la sumisión a un dios, pero también puede
darse bajo el influjo de otra persona, de un grupo o de una institución. Las
sectas, por lo general de origen religioso, son un buen ejemplo de sumisión de
los que son “captados”. El seguimiento a los líderes políticos o sociales, la
admiración por los famosos, por los deportistas o los cantantes de moda, es
decir, la admiración por esos modernos dioses, son otros buenos ejemplos
de sumisión. Incluso la adscripción a organizaciones políticas o sindicales
-más que ser un colectivo con quien se comparten ideas y actividad, o tan sólo
una excusa para buscar en ellas un beneficio material- puede ser un refugio que
presta la seguridad que se necesita. Buena muestra de ello es el rechazo o la
crítica a quienes en un momento dado abandonan una doctrina o una organización
aunque sea por la vía de la razón.
Un intento de
desequilibrio
De esta manera, este tipo de sociedades se nutren, por un
lado, de amplios sectores sociales adiestrados y temerosos; por otro, con una
minoría poderosa que controla y dirige la política, los medios de comunicación
y otras tantas dimensiones que configuran un sistema socioeconómico asimétrico
en el que se asumen “las reglas del juego” por la mayoría de los individuos.
Los políticos son un grupo fuertemente hermético y
protegido, lo que le convierte en un grupo privilegiado por el papel que
ejercen. El alejamiento de aquellos que les han votado es hoy día una realidad
incuestionable. Sólo recurren a ellos, mediante la mentira y la demagogia, cada
vez que se aproximan las elecciones. Aunque muy lentamente, amplios sectores
sociales van rechazando el esperpéntico modelo, alejándose cada vez más de las
urnas. La abstención es proporcional a la percepción de abandono de los
intereses de las clases populares. Esta circunstancia sumada a las otras lacas
del sistema (paro, precariedad, desigualdad creciente, etc.), está generando,
por un lado, rabia, odio y ansiedad; por otro, apatía o indiferencia. En cualquier
caso, se está produciendo un bloqueo que impide que los individuos dejen de
cumplir el papel que el propio sistema les exige.
Ante tal situación, cualquier iniciativa que rompa con las
reglas del juego que marcan la actual actividad de los partidos es bien
recibida por amplios sectores sociales, que ven en ello una vía de escape de
una viciada y corrupta manera de hacer política. Así ha ocurrido en nuestro
país con el grupo Podemos que,
anunciando su ruptura con el “viejo régimen”, se presentan como alternativa. Su acertada manera de abordar el miedo como
algo alternativo entre clases u estamentos sociales, provoca el rechazo de los
privilegiados. Es una realidad constatable históricamente que cuando los
sectores dominantes, por alguna circunstancia, han sentido miedo, su poder ha
mermado en beneficio de la clase trabajadora que, por el contrario, han perdido
el temor y han ganado poder, poder legítimo. Pero ya hace algunas décadas que
esto no ocurre. El derrumbe de la URSS, y todo aquello que acarreaba en esta
zona de occidente, ha tenido mucho que ver con este cambio en la correlación de
fuerzas.
Nos encontramos, pues, ante un intento de desequilibrio de
poder y miedo entre los actuales dominantes, y sus secuaces, y una sociedad
deseosa de un verdadero cambio de rumbo. Todos los mecanismos al servicio del
poder actual, tratarán de impedir que esta iniciativa prospere, sacando a
relucir todas las flaquezas reales o inventadas de los dirigentes de Podemos.
No obstante, se abre una ventana de esperanza para quienes llevamos tiempo
esperando y trabajando por un cambio de paradigma.
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