Quiero
comenzar haciendo autocrítica porque en el apunte del día 16 de abril, y la
nota del 18, en mi Blog, me he equivocado al señalar que la abstención sería
elevada, pero ese sector al que yo denomino abstención
activa ha actuado ante la amenaza, supongo, de la unión de los tres grupos:
PP, C’s y Vox. Una abstención de las más bajas de este periodo “democrático”.
Como
señalé en el escrito del día 5 de abril, me arrepiento de haber tachado de
“masa” (el 12 de marzo) a quienes pudieran cambiar la correlación de lo que se
conoce como derecha-izquierda, sobre todo cuando pienso que ha sido esa
abstención activa la que se ha movilizado, votando a la izquierda, grupo en el
que me incluido yo mismo.
En
ese escrito de mi Blog del 12 de marzo, establecía todas las combinaciones
posibles después del escrutinio, señalando que el voto nacionalista (Cataluña,
País Vasco), con esos veintitantos escaños, sería decisivo. Afortunadamente, la
suma del conocido como “trifachito” no supera la mayoría, lo que impedirá que
formen Gobierno.
Por
lo tanto, en lo que vulgarmente se denomina izquierda hay una moderada
satisfacción, a la espera de que se constituya un Gobierno de carácter
progresista, dentro de lo que cabe. Pero, después de este relativo “éxito”,
llega el momento de valorar la repercusión real que esta situación política
tiene sobre la clase trabajadora.
Las
artimañas del poder real han logrado que los trabajadores hayan perdido su
identidad como clase, haciéndoles creer que este tipo de democracia sea la
mejor forma de convivencia, en la que, de una u otra manera, se alternan dos
organizaciones políticas o, como últimamente, dos agrupaciones que siguen
respondiendo a izquierdas y derechas.
Una
manera de convivencia, esta, basada en la desigualdad. Un modelo en
putrefacción, pero que se ha hecho endémico sin que se vislumbre alternativa.
Un modelo creado por el sistema capitalista con el fin de proteger la riqueza
de una minoría.
La
aceptación del modelo y la creencia de que alguna de las opciones políticas al
uso puede cambiar las diferencias entre ricos y pobres, evita que se entable
una verdadera lucha por la igualdad.
Siento
finalizar con una conclusión poco halagüeña, pero, una vez pasada la jornada electoral,
y superado el temor a que la ultraderecha pueda influir en las tareas de
gobierno, volvemos a pisar el terreno, reconociendo que, en lo básico, todo
seguirá igual.
La
sociedad, en su mayoría, asume la desigualdad y el modelo político. La codicia
se ajusta, como siempre, a la regla de que el afán de enriquecimiento es
proporcional a la riqueza de cada cual: quien más tiene, más quiere. Seguirán
los paraísos fiscales en los que se almacena dinero improductivo. El poder real
ha conseguido la anulación del pensamiento propio, de la rebeldía y de la
voluntad. El adoctrinamiento continuado ha conseguido que hagamos lo que otros quieren
que hagamos.
La
transformación de un sistema, que se ha implantado a nivel planetario, requiere
actuaciones que van más allá de unas simples victorias electorales. El sistema,
con esa útil capacidad de adaptación se ha convertido en un monstruo que ya funciona
de manera autónoma, que, a estas alturas, sólo requiere que se le alimente con un
bajo coste por parte de las minorías privilegiadas.
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