Desde
tiempos muy remotos, desde el Paleolítico, cuando algunos primates fueron
capaces de construir sus propias herramientas para la subsistencia, esta
especie nuestra es tildada de “Humana” para distinguirla de otras
intelectualmente inferiores, pero este apelativo es revisable a tenor de los
comportamientos que ha mantenido a lo largo de toda esa larga historia
evolutiva. La etimología asocia humano a hombre, o a homo, tal como la ciencia ha establecido para diferenciarnos de esas
otras tantas especies. Más tarde el término humano ha adquirido otros significados
que atribuyen a la especie unos valores demasiado ambiciosos desde nuestro
punto de vista, valores que cuestionamos desde el comienzo, y que trataremos de
justificar a continuación.
Desde
aquel “Homo habilis” hasta nuestros
días, el desarrollo tecnológico ha sido impresionante. Desde los rudos
instrumentos de caza hasta este mundo de la cibernética y la informática,
pasando por todo el proceso industrializador, el progreso es indiscutible.
Pero
no podemos decir lo mismo de su evolución social, de la relación entre iguales
por naturaleza o de la relación con el medio natural que nos ha permitido
llegar hasta donde nos encontramos ahora. Desde hace bastante tiempo, hasta
donde alcanza nuestro conocimiento del mundo que se conoce como civilizado,
nuestra especie se ha caracterizado por ese afán de dominio de unos sobre
otros, ese afán de poder o de sumisión en relación recíproca una con
otra pasión. La esclavitud de la época antigua, y más reciente en el mundo
anglosajón, es un claro signo de desigualdad radical entre unos y otros, y que
pone de manifiesto esos ancestrales instintos inherentes al reino animal, más
que a lo que concebimos como humano. La tiranía de la etapa feudal da continuidad a esos
comportamientos salvajes. Por último, el inicio del mercantilismo, el comienzo
de la industrialización y del capitalismo en su más pura esencia, mantienen
esas relaciones de poder y dominio, y dan lugar a una tanda de contravalores
que poco o nada tienen que ver con en esa acepción maquillada de la condición
humana que se nos quiere atribuir en nuestros días.
A
la venganza, al enfrentamiento armado y a la desigualdad, que son una constante
a lo largo de la historia, el sistema de
explotación capitalista añade contravalores tales como la codicia, la
ambición, el individualismo y la envidia. Por otra parte, el sistema, con todos
los medios a su alcance, ha conseguido, en estas últimas décadas, desactivar a la sociedad, que en tiempos atrás
se enfrentaba a la explotación, y llevarla hacia la indiferencia y a la ausencia total de conciencia social. Y en el
terreno netamente intelectual se aprecia la pérdida progresiva de capacidades
tales como la comprensión, el análisis y la resistencia al engaño. Estos son
rasgos característicos de esta etapa, lo que denota una deriva poco optimista
de cara a futuras generaciones.
En
general, todo este bagaje de vicios innatos o adquiridos, antiguos o nuevos,
configuran una sociedad formada por amplias capas afectadas por estos defectos,
lo que nos lleva a la conclusión, en una primera aproximación, de que esta
especie nuestra está carente de ese atributo diferencial de seres racionales o
especie humana en el amplio sentido de ciudadanos que son capaces de convivir
en igualdad y fraternidad.
Puede
ser que tengamos la facultad de concebir los rasgos de la dimensión humana,
pero que seamos incapaces de ejercer como tal. Es lo mismo que ocurre con la
perfección y lo infinito, que se tiene conciencia de ello, pero los individuos
se sienten incapaces de ejercer de esta manera. Parafraseando a Feuerbach, se
crea, en este caso, un “dios” que cumpla esa condición de lo perfecto y la eternidad.
Por
estas razones pensamos que es difícil avanzar hacia modelos sociales diferentes
a los actuales. Tal vez determinadas experiencias se hayan adelantado a su
tiempo, lo que les ha llevado, antes o después, al fracaso.
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