Por aquello del oficio, a uno no le queda más remedio que seguir algunos programas de radio y TV para ver que es lo que se cuece, aunque, por una cuestión de salud mental, tengo que ponerme unos límites. Por fortuna, en mis receptores no están sintonizadas aquellas cadenas que son conocidas de diferentes maneras: la caverna, la extrema derecha mediática, etc. Y si lo están, será por aquello de que estos nuevos aparatos hacen un barrido y seleccionan automáticamente 50, 60 o cien emisoras, una barbaridad, pero lo que puedo garantizar es que desconozco su ubicación. Por lo tanto, son los zapping de las principales cadenas las que me informan de las barbaridades que por allí circulan, y, para ser absolutamente fiel la verdad, he de decir que, algunas veces, a eso de la una de la tarde, me asomo durante unos pocos minutos a un amago de tertulia de Telemadrid, nefasta reunión de “amiguetes” en la que todos están de acuerdo, lo que despierta en mí un par de sentimientos: hilaridad y compasión.
Pues bien, de esa especie de chequeo audiovisual se deduce que los del PP, y su entorno, no están contentos, no les ha sentado bien la victoria ni a unos, los políticos, ni a otros, su soporte mediático. No se ve el entusiasmo por el éxito que, en justa medida, se correspondería con ese insaciable deseo de poder que han manifestado a lo largo de tanto tiempo. Curioso. Lo normal es que estuvieran alegres, satisfechos, se lo han “currado”, sobre todo, durante estos cuatro últimos años. No parece que sean los mismos los que han llevado a acabo esa encarnizada y despiadada crítica a los socialistas, en particular a Zapatero, y los que muestran ahora esas caras largas, esos rostros como temerosos, ¿es que se temen algo?. A decir verdad, todavía viven del recuerdo, les queda algo de cuerda para seguir con la injuria. No es difícil augurar que seguirán unos meses acusando al anterior Gobierno de lo mal que han dejado las cosas, pero cuando pasen esos 100 días que se les da de tregua a los nuevos gobernantes, ¿qué dirán?. ¿Será que su tristeza de ahora se debe a que, con su victoria, finaliza el tiempo de la fácil tarea de la crítica cruel, y están obligados a iniciar otra que discurrirá por un camino pedregoso?. Con Zapatero en su León natal, y los del PSOE discutiendo por su reconstrucción, se acaba el filón, el insulto agrio, fácil y zafio, y comienza lo que, sin duda, les generará un desgaste personal y político.
Por el contrario, se observa una especie de jolgorio en esas cadenas satíricas, bueno en la Sexta (por desgracia no proliferan). También, a pesar de la que está cayendo, se manifiesta un cierto entusiasmo, a la vez que un cierto alivio, entre sectores progresistas de nuestro país. También curioso. Parece que se han tornado las cosas: tristeza entre los ganadores, y sus adalides, y cachondeo (dentro de lo que cabe) entre los que se oponían a la involución. En la “casa de los pobres”, como su propio jefe lo ha definido, también hay una cierta algarabía porque han pasado de 2 a 11 diputados; aunque es posible que su alegría sea pasajera cuando comprueben, si no lo han hecho ya, que en aquellas otras elecciones en las que ha ganado la derecha (años 1979 y 1996), el PCE o IU consiguieron doble representación parlamentaria que ahora, a pesar de este descalabro tan bestial del PSOE.
Quizás la tristeza en el PP responda a que ésta ha sido una victoria envenenada porque, por desgracia para ellos, su éxito electoral se produce en un contexto internacional inestable y depauperado, en el que la política local juega un papel irrelevante. La mentira, elemento básico de su éxito, suele ser siempre arma arrojadiza contra un electorado ingenuo y proclive al engaño. En otras ocasiones, esas mentiras de campaña suelen ser olvidadas a lo largo del curso de la legislatura, pero ahora la cosa va a ser muy diferente. Rajoy y su comparsa se han hartado de decir que van a resolver todos los males que aquejan a este país nuestro, que acabarán con la crisis, con el paro, que no habrá ajustes en sanidad, ni en educación, que las pensiones se actualizarán, que los recortes se llevarán a cabo en lo que son gastos superfluos, que el cambio era la solución. La pasión por quitarse de encima esa frustración de dos legislaturas perdidas ha desembocado en la locura. No les va a resultar fácil deshacerse de tanta promesa vana, de tanto embuste. Quizás su primer mal sabor de boca lo sufrieran el día siguiente al de las elecciones, el 21N, al ver que eso que llaman los mercados pasaron por alto ese triunfo electoral, continuando con su propia dinámica.
Tal vez, su falta de entusiasmo por la victoria también se deba a que se temen un aumento de la agitación social en las calles si no hacen lo que dicen que harán, o si hacen lo que han dicho que no harán (permítaseme este juego de palabras). Los sectores más reaccionarios, con la iglesia a la cabeza en ocasiones, han protagonizado durante los últimos ocho años actos de oposición a las leyes de los socialistas con manifestaciones masivas, pero ellos saben que son unos aprendices, unos advenedizos de la contestación, haciendo uso de los instrumentos de la izquierda, de las clases oprimidas. Ellos saben, políticos, soporte mediático y seguidores que la protesta, que las reivindicaciones y las manifestaciones, nacen de la explotación, de la represión, de la desigualdad, de la injusticia, que son patrimonio de las clases populares. Por eso se temen que, ante una situación como la que vivimos, la protesta, no sólo en la calle, también en el trabajo, les abrume, les acose, les asfixie. Hasta ahora, los actos de protesta en comunidades como Cataluña (gobernada por una derecha provinciana) y Madrid no están teniendo apenas efectos positivos. Pero es de esperar que la generalización de las posibles restricciones que lleven a cabo gobierno central y CCAA, prácticamente todas en manos de la derecha, provoquen una respuesta generalizada que dé lugar a una crisis política de alcance.
Desde luego no lo tienen fácil, ese enfermizo deseo de poder les puede costar caro. Tener que enfrentarse a la actual situación económica mundial, al creciente descrédito de las instituciones y a la corrupción –que, por lo que dicen, podría alcanza a las más altas instancias del Estado-, hará realidad ese viejo refrán que dice que “una cosa es predicar y otra es dar trigo”. Los más audaces se atreven a pronosticar una crisis política a dos años vista. Todo se andará. De momento, en las escasas declaraciones de los cabecillas del PP vemos como comienzan a recular. Ahora reclaman el concurso de todos cuando su papel como oposición ha sido el de hacer “tierra quemada”. Declaraciones incendiarias eran la letanía de cada uno de los que recibían consignas de la calle Génova. Mariano Rajoy, en particular, ha hecho del insulto una herramienta fundamental en su forma de hacer política. Sus palabras favoritas cuando se dirigía al presidente saliente –que, tal vez, algún día sea recordado como el más honesto de esta época- eran estas: irresponsable, frívolo, incapaz y acomplejado, y cuando se refería a cualquier actuación de los miembros del gobierno, surgía de inmediato el término “error” acompañado de epítetos tales como “descomunal”, “mayúsculo” o colosal”. No será fácil olvidar algunas de las “lindezas” que este paisano le ha dedicado a su antecesor: para España “es mucho más peligroso un bobo solemne que un patriota de hojalata” (sic); “Zapatero es un irresponsable” (sic); “acomplejado, con mala conciencia e ideas confusas” (sic); “… anda chalaneando con terroristas para ver si le venden una tregua como sea” (sic); “el señor Zapatero parece que tiene de adorno la cabeza” (sic); “antojadizo, veleidoso e inconsecuente” (sic); “radical, taimado, maniobrero, que habla ya en batasuno” (sic).
Posiblemente aquellos que no estamos de su lado, por una simple cuestión de principios, seamos más respetuosos con su persona y con sus adláteres, pero estaremos atentos, muy atentos a sus actuaciones, y en lugar de recurrir al insulto sistemático, pediremos, de la manera más razonable posible, que cumpla con esas promesas electorales; de lo contrario, es posible que la sociedad reaccione y actúe de manera contundente. Una parálisis de todo el funcionariado, por ejemplo, les haría desviarse de lo que intuimos son sus ominosos propósitos. Y, de momento, no quiero dar más pistas.
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