Hace ya unos cuantos años que nos
hacíamos una pregunta: ¿Somos todos iguales ante la ley? Pregunta retórica a
los ojos de cualquier humano con un mínimo de sensibilidad y sensatez. Hoy día,
con tantos procesos en marcha, entre los que destaca el llevado a cabo a la
hermana y al cuñado del actual Jefe del Estado, es inevitable refrescar esta pregunta
e ir algo más allá del simple comentario y del lamento por el presunto tratamiento
discriminatorio.
A modo de síntesis, el presente artículo
comienza situando la proyección social de la ley en el marco de una sarta de
mentiras con las que engatusan a una sociedad silente, para, a continuación,
señalar la verdadera función de las normas en un sistema como el vigente.
Después se define el colectivo encargado de aplicar las leyes y el papel que se
les encomienda, de manera que al que de él se sale le cae sin reparos el
anatema. Por último, de la manera más gráfica posible, se marcan las
diferencias de trato en el proceso entre aquellos que tienen poder y de los que
de él carecen.
Dicen los diccionarios que la
igualdad es el trato idéntico entre todas
las personas, al margen de razas, sexo, clase social y otras circunstancias
diferenciadoras, definición que, por cierto, encierra una contradicción en
sí misma al admitir que hay clases sociales, es decir, ricos y pobres, dominantes
y dominados, patronos y trabajadores, explotadores y explotados, etc. Ni el más
osado se atrevería a defender con pruebas o argumentos la existencia de este
principio de igualdad en sociedades como la nuestra, en donde, por el
contrario, la desigualdad es
endémica, y constituye el leitmotiv
que engrasa el mecanismo del actual sistema. Una vez anunciado de manera
machacona que todos somos iguales ante la
ley, intentando hacer bueno el lema de Goebbels, la masa social se
convierte en presa del engaño interesado, y lo asume sin rechistar. Nos mienten
con eso de la democracia, nos mienten con lo de la representatividad de los
políticos (muchos ya nos hemos dado cuenta de que no nos representan), nos mienten con la reforma laboral que, en
realidad está destruyendo empleo de calidad en lugar de crearlo, nos mienten en
campañas electorales los que nos prometieron que no habría subidas de
impuestos, nos mienten, además, con eso de la igualdad ante la ley.
Ahora, como siempre, la ley es un
instrumento para someter y reprimir al pueblo llano, limitando sus derechos, en
defensa de la propiedad e intereses de la oligarquía y de los estratos
privilegiados, entre los que se encuentran los propios políticos. Algunos
ingenuos pensadores (H. Kelsen, M. Duverger, M. Hauriou, y otros tantos) han
derrochado materia gris en defensa de la estructuración e independencia de la norma, en la creencia, por su parte, de
que ésta rige de manera objetiva los “estados democráticos” modernos. Nada más
lejos. La ley, como digo, está diseñada para proteger a los que más tienen y
para hacer cumplir con sus obligaciones a esa inmensa mayoría que mantiene a
los Estados y a sus instituciones.
En los últimos tiempos, estamos
contemplando como la ley se utiliza para destruir el estado de bienestar, conquistado en otros tiempos cuando la
correlación de fuerzas entre dominados y dominadores era más favorable a los
primeros. Así, vemos como se van restringiendo las prestaciones sociales y los
derechos adquiridos. La aplicación de la ley, lejos de ser una fórmula de
convivencia entre iguales, no es otra
cosa que el ejercicio del poder contra el que de él carece.
La ley, en suma, es un instrumento coercitivo puesto en manos de
las fuerzas políticas mayoritarias que, como venimos señalando, sirven, a su
vez, al poder económico de la mejor forma, con el ánimo de permanecer en el
gobierno el mayor tiempo posible.
Las leyes son tan poco precisas,
y su cumplimiento está tan focalizado en la dirección de la defensa del poder
real, que encierra una enorme cantidad
de fisuras por las cuales el pícaro
se cuela para burlarlas. Los poderosos se rodean de “eficaces” asesores
fiscales y juristas (despacho de Miguel Roca en el caso de la Infanta) que,
conocedores de la ley, de su ambigüedad, de sus incoherencias y de sus
contradicciones, burlan la norma en beneficio de sus clientes. Por lo tanto,
siempre que sea posible, resulta más rentable incumplir la ley de forma
reiterada aunque alguna vez se descubra ese incumplimiento y se tenga que
rendir cuentas en los tribunales.
La aplicación de las normas
generadas por el poder político queda reservada a un colectivo, por lo general,
de corte conservador en el que el clientelismo y la endogamia son piezas clave
de la institución. Aunque nos quieren hacer creer que la ley es inflexible y
explícita, no cabe duda de que su imprecisión es tal que, en el campo netamente
jurídico, los dictámenes que emiten los jueces, que están bajo el poder de los
órganos elegidos de forma poco democrática, encierran una gran carga subjetiva.
Las decisiones y las sentencias para un mismo delito pueden ser contrarias
según quien sea el que juzga, o aquél que es juzgado. Los jueces son unos
simples funcionarios instrumentalizados
a los que se les permite que ejerzan su
“poder” siempre y cuando respeten las reglas del juego, que no es otro,
como digo, que la protección y la defensa de los intereses de los que más
tienen, y los de sus comparsas. En caso contrario, si alguno se declara en
rebeldía, se pone en marcha la más deleznable maquinaria que permita expulsar a
esa “oveja descarriada” que se atreve a enfrentarse al orden establecido. Los
oscuros mecanismos empleados para alcanzar los objetivos nunca serán
descubiertos, pero la ejecución de la medida suele ser de lo más elemental; ejemplo: si Garzón se
atreve a burlas las directrices, y arremete contra los corruptos del caso
Gürtel (vaya usted a saber lo que hay ahí dentro), pues se expulsa al juez de la manera más burda, y
“santas pascuas”. Otro caso notable es el del juez Elpidio. En esa misma línea
de persecución, el magistrado instructor José Castro tuvo que andar con “pies
de plomo” porque iban a por él; los medios de comunicación (incluidos los
públicos), con esos tertulianos de extrema derecha a la cabeza, llevaron a cabo,
en cada caso, una impúdica labor.
Ante la pasividad social, el
acoso y las maniobras de carácter político van a más. En estas fechas, los
jueces y fiscales más “osados” hacen público que ha habido robos en sus
domicilios particulares para apropiarse de documentos relacionados con ciertas
causas. En otros casos, amenazas, intimidación o persecución a ellos y a sus
familias. Tal vez, si esto sigue así, cualquier día aparezca la cabeza de
caballo en la cama de alguno de estos atrevidos. Como resultado de estas
acciones están consiguiendo que los jueces moderen al extremo sus sentencias
por miedo a ser represaliados, o que el Ministerio Fiscal se convierta en
abogado defensor del acusado (caso de la hermana del actual Jefe del Estado). La
desactivación social y la indiferencia son tales que, para llevar a cabo sus
espurios objetivos, el Gobierno decide cesar a todos aquellos fiscales que
resultan incómodos, sin que se mueva un dedo. Visto lo visto, no es difícil
concluir en que caminamos a toda velocidad hacia una práctica político-judicial
de carácter mafiosa, si es que ya no estamos en él.
Las cárceles están repletas de
personas que pertenecen al lumpen urbano, o de aquellos que, de una u otra
forma, contestan al sistema. Pocos elementos pertenecientes a las sectores
pudientes permanecen en prisión aunque sus desmanes hayan acabado en estafas o
robos de miles de millones. En ningún
caso la ley les obliga a devolver lo que han usurpado. “El peso de la ley”
tampoco recae sobre quienes, formando parte
de cualquier tipo de gobierno, roban, engañan o, incluso, invaden países
con resultado de genocidio.
En el ámbito netamente procesal el tratamiento entre unos y
otros casos de delitos, o entre unos y otros delincuentes, es bien diferente.
Vaya por delante que no defiendo ni justifico ninguno de los casos a los que me
refiero a continuación. Si una persona humilde, acuciada por la necesidad vital
de subsistencia, asume el papel de
“mulero”, y ésta es descubierta
en Barajas con droga, es detenida, puesta en manos de los jueces de
inmediato, y encarcelada a continuación sin ningún tipo de contemplaciones. Sin
embargo, los casos Urdangarín, Gürtel, Púnica, Bankia y tantos otros casos de
corrupción, en los que están implicados individuos con más o menos poder, se
eternizan. Los implicados son tratados como “presuntos” aunque las pruebas sean
evidentes, después pasan por una escala nominal que discurre desde imputados (ahora investigados) a
condenados, si es que llegan a serlo en algún momento, pasando por encausados,
procesados y toda una retahíla de situaciones que alarga intencionadamente el
proceso, con el ánimo de liberarles en cuanto exista el mínimo resquicio legal.
La instrucción y los sumarios se hacen interminables mientras los investigados,
imputados o encausados campan a sus anchas, con la posibilidad de deshacer
entuertos que les pudieran culpabilizar o agravar sus “presuntos” delitos. Si
por fin los procesos llegan a término, como es el caso Urdangarín, nunca se
establece una relación de justicia entre pena y delito. Por lo general, si es
que el “presunto” delincuente no es absuelto, el asunto puede quedar reducido
a una simple sanción pecuniaria o a unos
pocos días de arresto: los recursos y, en último término, los indultos, el
tercer grado y otras tantas tretas permiten que el tiempo juegue su papel, y que todo el espectáculo haya
quedado limitado, como en tantas ocasiones, a esa ancestral y recurrente
fórmula que se conoce como “circo para el pueblo”, retransmitido en directo en
sus diferentes fases por radio y TV.
En resumen, es fácil concluir en que no somos todos
iguales ante la ley, aunque, con el engaño como telón de fondo, así lo
proclamen las Constituciones, la Declaración Universal
de los Derechos Humanos o el sursuncorda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario