lunes, 27 de octubre de 2014

MIEDO Y PODER EN UN SISTEMA DE DOMINIO

El poder y el miedo son dos elementos dinámicos que juegan un papel fundamental en la dimensión represiva que conlleva una práctica política imperfecta como la vigente, a la que, por ingenuidad o ignorancia, una amplia mayoría reconoce como democracia. Una democracia limitada, manipulada y establecida desde el poder como una estrategia para el mantenimiento de eso que llaman “paz social”, tan necesaria para que los de arriba sigan dominando y enriqueciéndose sin poner límites a su avaricia. Pero el poder y el miedo no son signos exclusivos de esta época. En la trayectoria de esta especie nuestra aparecen como una constante.
El poder y el miedo, como hemos expresado en anteriores ocasiones, se encuentran en relación inversa: a más miedo menos poder y viceversa. Los que ostentan el poder imponen, ahora, las reglas del juego de los que se manifiestan ante la injusticia y la desigualdad. Es el sistema el que, a través de sus tentáculos (las instituciones políticas, los medios de comunicación y la escuela) determina lo que está bien y lo que está mal. De esta manera, han ganado la baza pacifista. Las protestas se han de llevar a cabo sin violencia, lo que les preserva de cualquier desequilibrio, y les refuerza su poder. Así, el pueblo llano es temeroso cuando incumple las normas impuestas, lo que le resta poder.
Los que tienen el poder tratan de mantener una amplia franja de seguridad para proteger sus intereses y su riqueza. Por lo tanto, cuando barruntan que su poder puede quebrar, no dudan en tomar medidas desorbitadas y desproporcionas a los efectos que algunos acontecimientos pudieran producir, situación a la que estamos asistiendo en estos días. (Contra el sistema: República o Monarquía, 11 de junio de 2014).

Así lo expresé en el citado artículo, intentando relacionar el miedo y el poder. Este binomio es recurrente en mi pensamiento, y tan determinante en las actuales relaciones sociales, que me veo obligado a desarrollarlo aquí, sin que con ello agote todo lo que puede dar de sí este asunto.

El poder y su génesis
El término poder tiene un sinfín de acepciones, pero ahora intentaremos ir a su origen en relación con la condición humana. El poder como lacra, para el que lo ostenta o lo desea, no demuestra nada más que la inmadurez de nuestra especie, o, como dice E. Fromm, un intento fallido de unión con el resto de sus congéneres, lo que le lleva a concluir que, junto a otras formas de relación, la sociedad carece de la salud mental necesaria para convivir como verdaderos seres humanos. Se refiere el autor a la sumisión, de cuya relación con el miedo hablaremos más adelante “Otra posibilidad de vencer el aislamiento se encuentra en dirección contraria: el hombre puede intentar unirse con el mundo adquiriendo poder sobre él, haciendo de los demás partes de sí mismo, trascendiendo así su existencia individual mediante el dominio o poderío.” (E. Fromm). “El resultado definitivo de estas dos pasiones es la derrota” (concluye el pensador).
A veces nos preguntamos por qué algunos ancianos siguen dirigiendo entidades financiaras, o grandes corporaciones,  cuando tienen los suficientes recursos y riquezas para que puedan vivir varias generaciones futuras. Una persona tan mentalmente sana como José Múgica, Presidente de Uruguay, en una retransmisión televisiva, se preguntaba por qué uno de los magnates americanos continuaba en su puesto a pesar de contar con una edad extremadamente avanzada. Él, en el marco de su modesta forma de vida, a pesar de su condición política, no lo entendía. La razón fundamental por la que se da esta circunstancia en los individuos con poder, o en los sumisos, es porque no alcanzan nunca el nivel de satisfacción deseado por ellos.
Pero lo más grave es que a una gran mayoría social, por lo general sumisa, admiten, respetan e, incluso, admiran a los que tienen poder, porque, en el fondo, a ellos, les encantaría cambiar su papel de sumisos por el de dominadores. A lo largo de la historia se ha ido fraguando una cultura que, junto a las normas generadas en beneficio propio por los poderosos, han calado de tal forma que han dado lugar a una serie de contravalores que son el “bálsamo” de una sociedad enferma. La desigualdad, la codicia, el afán de enriquecimiento y otros tantos han pasado a la categoría de normal en el actual sistema socioeconómico, aunque algunos de estos defectos de la especie vienen de muy atrás.

La materialización del poder, los tipos de poder y la relación entre ellos
Tal como hemos señalado, son múltiples las acepciones del término poder. En algunos casos se asocia, incluso, con las capacidades intelectuales innatas o adquiridas por las personas, pero aquí nos queremos ceñir al Poder real, con mayúsculas, y al poder político. 
Entendemos como Poder real a la pasión, y al ejercicio,  de los que forman parte del grupo social de los poseedores de grandes fortunas, de los poderosos económicamente hablando, a lo que desde ciertas ideologías se conoce como clase dominante, que nosotros traducimos por clases dominantes, o privilegiadas, por la incorporación de ciertos grupos con poder e influencia en las relaciones sociales actuales. Nos referimos a los “famosos” acaudalados con una enorme influencia mediática que el sistema ha generado con el ánimo de incrementar el nivel de enajenación de una sociedad ya de por sí enajenada. Y vaya si lo ha conseguido. 
Una vez instalados en esa posesión de dominio se blindan con leyes y con instituciones para seguir incrementando sus ganancias, y así buscar insaciablemente esa estabilidad mental de la que carecen. Mi amigo Antonio Zugasti dice que ese afán de enriquecimiento denota una enorme pobreza humana. Pero nunca llegarán a alcanzar la condición de humanos en el sentido de seres plenos de salud mental y de razón.
Para seguir con su trayectoria necesitan una serie de condiciones a saber: una sociedad civil dominada, atemorizada, sumisa, y otros poderes de segunda como el político, el judicial y el mediático. Con todos estos ingredientes montan un modelo político a su antojo a modo de pseudodemocracia con la que engañan a una gran parte del pueblo, haciéndoles creer que este es la mejor forma de gobierno.
Por una parte, los políticos se convierten en casta, se segmentan de lo que se supone son sus representados, se convierten en clase privilegiada y, en un intento de incorporación a los que más tienen, se convierten, en gran medida, en corruptos. Hoy día es posible, sin ningún reparo, asociar democracia (esta pseudodemocracia) con corrupción. La ambición de buena parte de los políticos, haciendo uso de esa pasión, buscan alcanzar mayores cotas de poder.
Por otra parte, el llamado poder judicial se convierte en una segunda instancia del poder político. Los miembros de los principales organismos son elegidos por los propios partidos políticos. Los parlamentos se encargan de elaborar las leyes que protegen al Poder real y las que someten al pueblo llano. Las pruebas son evidentes tal como podemos observar en este país. Los procesos de instrucción de la causa de los poderosos se eternizan para después liberarles del delito por prescripción de los mismos o, si llegan a ser condenados, por indulto (véase caso Urdangarín, Gürter, Palma arena, familia Puyol y un largo etc.). En el otro extremo las “leyes mordaza” para reprimir y recortar las libertades de la ciudadanía (véase intento de  reforma de la ley del aborto, ley de seguridad ciudadana, etc.).
Los medios de comunicación prensa, radio, TV están directamente en  manos del Poder real (los privados) o del poder político (los públicos), convirtiéndose, hoy día, en el instrumento más potente de enajenación.

La enajenación, la sumisión y el miedo
La pobreza humana o inmadurez intelectual y emocional, de una u otra manera, está en el origen de la ausencia de conciencia, del miedo y de la inseguridad; en suma, del deseo de poder y de la sumisión. Intentaremos, a continuación, buscar las relaciones entre unas y otras miserias que nos impiden acreditarnos como verdadera especie racional y humana. Esta especie nuestra muestra una predisposición natural a la enajenación, que se ve reforzada a lo largo de toda la vida de cada individuo como consecuencia de los instrumentos en manos de los que ostentan el poder. La enajenación, en una acepción de carácter general, consiste poner a uno o una fuera de sí, en privarle de la razón. Para E. Fromm, la enajenación es “un modo de experiencia en que la persona se siente a sí misma como un extraño”, para Feuerbach “el hombre enajenado pone su verdadero ser fuera de sí”. Por otra parte, la conciencia es el conocimiento que el ser humano posee sobre sí mismo, sobre su existencia y sobre su relación con el mundo; ese conocimiento puede ser inicialmente más o menos amplio, y también es susceptible de ser modificado o anulado. La conciencia de clase, componente fundamental para la convivencia en sociedad, implica la capacidad para entender las relaciones entre las diferentes clases sociales. En consecuencia, la ausencia de conciencia supone todo lo contrario, es decir, el desconocimiento del propio ser, de su existencia y de su relación con los demás. Por lo tanto, la enajenación está en relación inversa con la conciencia, a menos conciencia más enajenación y viceversa, o expresado de otra manera, cuanto más alienado está el sujeto, menos conciencia individual y social tiene, lo que, en un proceso vital puede llevarle a la desactivación total, al autismo más profundo y a la indiferencia, como es el caso en el que nos encontramos ahora. De esta manera, la población se convierte en presa, y queda predispuesta para ser manejada por el más cínico, el más mentiroso, el más sinvergüenza.
Las religiones, primitivas o teístas, son el medio más arcaico en el que se refugia nuestra especie. Por lo general, el individuo tiene una rudimentaria conciencia de su existencia y de sus limitaciones lo que origina miedo a su propio fin como es la muerte, e inseguridad para afrontar su problema existencial. Ese miedo y esa  inseguridad le fuerzan a buscar un equilibrio, y se refugia en ídolos o seres superiores, representados por dioses terrenales, inmateriales, genuinos o espurios. Proyecta su propio ser fuera de sí, creando seres a los que atribuye cualidades superiores de las que él cree carecer. Nace así eso que llamamos alienación primaria, o autoenajenación, que aleja al individuo de la razón, cualidad de la que potencialmente, y en exclusividad, la naturaleza nos ha dotado, aunque parece que sin la adecuada uniformidad.
Así, la enajenación se materializa en la sumisión a un dios, pero también puede darse bajo el influjo de otra persona, de un grupo o de una institución. Las sectas, por lo general de origen religioso, son un buen ejemplo de sumisión de los que son “captados”. El seguimiento a los líderes políticos o sociales, la admiración por los famosos, por los deportistas o los cantantes de moda, es decir, la admiración por esos modernos dioses, son otros buenos ejemplos de sumisión. Incluso la adscripción a organizaciones políticas o sindicales -más que ser un colectivo con quien se comparten ideas y actividad, o tan sólo una excusa para buscar en ellas un beneficio material- puede ser un refugio que presta la seguridad que se necesita. Buena muestra de ello es el rechazo o la crítica a quienes en un momento dado abandonan una doctrina o una organización aunque sea por la vía de la razón.

Un intento de desequilibrio
De esta manera, este tipo de sociedades se nutren, por un lado, de amplios sectores sociales adiestrados y temerosos; por otro, con una minoría poderosa que controla y dirige la política, los medios de comunicación y otras tantas dimensiones que configuran un sistema socioeconómico asimétrico en el que se asumen “las reglas del juego” por la mayoría de los individuos.
Los políticos son un grupo fuertemente hermético y protegido, lo que le convierte en un grupo privilegiado por el papel que ejercen. El alejamiento de aquellos que les han votado es hoy día una realidad incuestionable. Sólo recurren a ellos, mediante la mentira y la demagogia, cada vez que se aproximan las elecciones. Aunque muy lentamente, amplios sectores sociales van rechazando el esperpéntico modelo, alejándose cada vez más de las urnas. La abstención es proporcional a la percepción de abandono de los intereses de las clases populares. Esta circunstancia sumada a las otras lacas del sistema (paro, precariedad, desigualdad creciente, etc.), está generando, por un lado, rabia, odio y ansiedad; por otro, apatía o indiferencia. En cualquier caso, se está produciendo un bloqueo que impide que los individuos dejen de cumplir el papel que el propio sistema les exige.
Ante tal situación, cualquier iniciativa que rompa con las reglas del juego que marcan la actual actividad de los partidos es bien recibida por amplios sectores sociales, que ven en ello una vía de escape de una viciada y corrupta manera de hacer política. Así ha ocurrido en nuestro país con el grupo Podemos que, anunciando su ruptura con el “viejo régimen”, se presentan como alternativa.  Su acertada manera de abordar el miedo como algo alternativo entre clases u estamentos sociales, provoca el rechazo de los privilegiados. Es una realidad constatable históricamente que cuando los sectores dominantes, por alguna circunstancia, han sentido miedo, su poder ha mermado en beneficio de la clase trabajadora que, por el contrario, han perdido el temor y han ganado poder, poder legítimo. Pero ya hace algunas décadas que esto no ocurre. El derrumbe de la URSS, y todo aquello que acarreaba en esta zona de occidente, ha tenido mucho que ver con este cambio en la correlación de fuerzas.
Nos encontramos, pues, ante un intento de desequilibrio de poder y miedo entre los actuales dominantes, y sus secuaces, y una sociedad deseosa de un verdadero cambio de rumbo. Todos los mecanismos al servicio del poder actual, tratarán de impedir que esta iniciativa prospere, sacando a relucir todas las flaquezas reales o inventadas de los dirigentes de Podemos. No obstante, se abre una ventana de esperanza para quienes llevamos tiempo esperando y trabajando por un cambio de paradigma. 



martes, 7 de octubre de 2014

EL DICCIONARIO SE QUEDA CORTO

Había un tiempo, no demasiado remoto, en el que bastaba con repetir un término para confirmar su autenticidad. De esta forma se decía, por ejemplo, eso es una democracia, democracia; o de verdad, de verdad, para afirmar que algo era cierto. Otras veces era necesario añadir algún apelativo para darle credibilidad al concepto: esto es una democracia real, se decía. En ambos casos, el emisor quedaba satisfecho con el mensaje trasmitido, y para el receptor era suficiente porque entendía el significado de lo que aquel quería decirle.
Pero hoy día la situación socioeconómica y política es tal (imposible describirla con precisión) que para definirla necesitamos inventar nuevos términos y llenarlos de contenido: el idioma nacido de las glosas emilianenses, con el que nos manejamos para las cosas vulgares, se ha quedad corto.
Esto se nota cuando esos “sabios” de la opinión intentan definir lo que está ocurriendo con asuntos tales como la corrupción, la manera de gobernar, etc. Al pueblo llano también le cuesta expresarse cuando protestan (con razón) por las estafas, por las mentiras, por el abandono de los gobernantes. Se les nota que quisieran decir algo distinto, algo más fuerte, cuando intentan calificar a los actores de tanta obscenidad. Lo siento, yo tampoco soy capaz de utilizar otros términos, o ¿tal vez no existen?
La cosa va más allá de la desigualdad creciente, de la corrupción generalizada, del desgobierno de los políticos. Los epítetos añadidos tampoco completan la correcta definición de lo que nos está ocurriendo. El diccionario se agota ante tanta impudicia, ante tanto desatino, ante tanto sufrimiento, ante tanta injusticia.
Un término recurrente para unos y otros es la indignación en sus variadas formas gramaticales: indignarse, indignados, etc. Pero indignarse, que significa enfadarse, es una nimiedad emocional ante lo que la mayor parte de la sociedad, sobre todo algunos sectores, está padeciendo, está sintiendo.
Hoy día nadie reconoce como democracia esto que tenemos, aunque se repita el término cuando se invoca. A nadie se le ocurre, salvo a los que viven de la mentira, identificar este esperpento conocido como alternancia con una democracia real. Una práctica que comienza a dejar de ser útil, incluso, para aquellos  que lo emplean como estrategia para mantener su poder. 

Necesitamos nuevos términos para definir, con plenitud y precisión, lo que están haciendo los directivos de entidades financieras,  los políticos, los responsables de los medios de comunicación. Necesitamos nuevos términos para el insulto, para expresar lo que va más allá de la rebeldía, la indiferencia, la sumisión o el miedo. Todas estas palabras se quedan cortas ante el sentimiento o el sufrimiento de los individuos de esta sociedad. Llamarle a los que están abusando, por la inacción de la mayoría sufriente, corruptos, mentirosos, basura, despojos humano o hijos de puta se queda demasiado corto.