sábado, 31 de marzo de 2012

DESPUÉS DE LA HUELGA

Pasó la huelga, hicimos huelga, fuimos a las manifestaciones, se hizo lo que se pudo. Ante las reacciones de mi último artículo, CENSURADO por Nueva Tribuna, me siento en la obligación de hacer algunos comentarios.

1. En primer lugar, repetir lo que he comentado en más de una ocasión respecto a la diferencia entre opinión y lo que, con mayor o peor acierto, yo hago. Mis artículos no surgen de la improvisación, de la frustración, del resentimiento, ni siquiera de la indignación. Intento llevar a cabo un proceso de razonamiento inductivo que conjugo con otra capacidad como es el análisis para concluir por inferencia en lo que pueda suceder. Por lo tanto, niego la opinión, y me parece un error que los periódicos, digitales o en papel, nominen así la sección en la que se recogen escritos de personas con inquietudes que intentan dar algún tipo de respuesta a la situación que vivimos, que intentan provocar la reflexión y el pensamiento propio o, sencillamente, compartir ideas y propuestas.


2. En ese artículo censurado, que antecede a este en el Blog, ya advertía que  algunos se podrían escandalizar e, incluso, tacharlo de reaccionario, pero esto lo decía en la idea de que se llevara a cabo una lectura rápida como consecuencia de la cantidad de información que día a día recibimos. Estaba convencido de que una lectura detenida no causaría "estragos", porque mis reflexiones van dirigidas, fundamentalmente, a una selecta minoría intelectual. De hecho, sólo un amigo de los que me han enviado un mensaje de respuesta manifiesta que le parece reaccionario, pero pienso que el motivo es porque no le ha dedicado el tiempo que precisa su lectura. Por el contrario, son numerosos los amigos y amigas que han sintonizado con su contenido. Reaccionario es todo aquel o aquello que se opone a la acción de progreso; sin embargo, en el artículo se incita a que la acción reivindicativa se potencie hasta convertirla en un proceso largo que dé como resultado la derrota de políticas que perjudican gravemente a las clases populares.


3. El proceso señalado, mediante el cual elaboro mis escritos, no podía concluir en otra cosa diferente a lo que allí se recoge. Si contrastamos lo que señala el artículo con lo que ha sido el día después, comprobaremos que lo que allí contaba se cumple al pié de la letra, como no podría ser de otra manera:

3.1. "Guerra de cifras" sobre participación: a) los sindicatos inflan el número de huelguistas; b) el Gobierno utiliza todos los recursos a su alcance para anunciar que la participación ha sido insignificante; c) la realidad, valorando las noticias de la manera más objetiva posible, muestra que la huelga ha sido más eficaz en la industria y en los transportes, pero ha sido prácticamente insignificante en el sector servicios, que representa un 75% de la actividad productiva de este país.

3.2. Eficacia de la huelga. Si se trataba de forzar al Gobierno para que paralice la reforma laboral, hay que concluir en que la huelga no ha surtido efecto alguno porque afirman que seguirán a delante sin variar un solo punto del bloque fundamental. El PP, con el apoyo de los catalanes (y de otros pequeños grupos), basan su  decisión en esa mayoría absoluta que obtuvieron el 20N. Este modelo "democrático" legitima al grupo ganador en las urnas y, una vez obtenido el triunfo electoral,  el partido vencedor se hace absolutamente insensible a la contestación popular que posteriormente pueda tener lugar. Lo más grave es que la sociedad asume este hecho sin ningún tipo de reparos.

3.3. Un hecho puntual, como es un solo día de huelga, se aleja de lo que se conoce como un proceso de lucha en el que se plantean objetivos, y donde las acciones han de continuar mientras no se alcancen esas metas. Por lo tanto, esto ha sido un simple balón de oxigeno para los sindicatos convocantes, una simple  cuestión formal, una acción estereotipada, como en el anterior artículo se señalaba.

3.4. El miedo de muchos de los trabajadores, y las reticencias de otros muchos sobre el papel que juegan los sindicatos, han jugado una baza fundamental en el día de la huelga. El gobierno y los empresarios han quedado indemnes, lo que refuerza su posición, como ocurre cada vez que hay un enfrentamiento entre partes y una de ellas es derrotada, y aquí los derrotados han sido de nuevo los trabajadores.

jueves, 15 de marzo de 2012

A LA HUELGA 10, A LA HUELGA 100...


Hace algún tiempo nos estremecíamos cuando escuchábamos aquella canción cuyo estribillo decía lo siguiente: “a la huelga 10, a la huelga 100, a la huelga madre yo voy también”. La huelga fue durante muchos años un instrumento eficaz de lucha en el camino de emancipación de la clase trabajadora. Las condiciones eran otras muy distintas a las actuales. En primer lugar, el sistema productivo estaba en pleno apogeo; el paro de la actividad ocasionaba importantes pérdidas para el patrón. En segundo lugar, existían masivas concentraciones de trabajadores en grandes fábricas. En tercer lugar, existía una acentuada conciencia de clase. En cuarto lugar, las organizaciones de los trabajadores no eran “instituciones”, y su principal instrumento reivindicativo se basaba en los procesos de lucha, que permanecían hasta alcanzar los objetivos, y no exclusivamente en la negociación. Y, sobre todo, la huelga generaba temor. La pérdida del temor de los trabajadores provocaba un incremento en el de los empresarios. Temor de los patronos por la contundencia de una mayoría que perdía su miedo, y porque aquellos no eran capaces de evaluar el alcance de la revuelta, sin olvidar la presencia del bloque soviético que constituía un referente para unos y una amenaza para otros.
 La situación actual, como digo, no tiene nada que ver con la de otros tiempos. Lo que contaré a continuación puede parecer políticamente incorrecto. Algunos puede que se escandalicen, otros, incluso, lo pueden tachar de reaccionario, pero esclarecer la realidad con argumentos debería ser suficiente para romper los tópicos y las rutinas al uso, siempre en beneficio de unos cuantos. Circula por ahí una frase que no me quiero atribuir, pero que comparto plenamente: la verdad en el mundo del engaño es revolucionaria, o algo parecido. El pensamiento crítico consiste, entre otras cosas, en enfrentarse desde la razón a lo que otros deciden en beneficio propio, amparándose en la ignorancia, la prudencia, la ausencia de reflexión o el temor a discrepar.
En contraposición a las condiciones del pasado, ahora el paro de un día en la producción de bienes y servicios no implica grandes pérdidas, en muchos casos será de agradecer por parte del patrón: un día que se ahorran en la partida de los salarios. Los EREs y los ajustes avalan esto que digo. La conciencia de clase es prácticamente nula; la sociedad de consumo, y las nuevas técnicas alienantes, han dado lugar a una sociedad confusa y perdida; la indiferencia y el individualismo han sustituido al sentimiento del ser social, a la idea de colectividad. Por otro lado, el miedo se ha incrustado a título individual en cada uno de los que tienen un empleo de tal manera que se aferran a él de forma totalmente incondicional. No se observa ningún signo que nos haga pensar que ese temor pueda desaparecer para iniciar un proceso de lucha como los que se han vivido en otras ocasiones. El incremento progresivo de ese miedo de los trabajadores otorga cada día más y más poder a los patronos, dando lugar a una especie de espiral de la que parece muy difícil salir. Por último, los sindicatos actuales son instituciones integradas plenamente en el sistema, que basan sus limitadas acciones en la negociación, es decir,  han desestimado el término “lucha”, y por supuesto la acción que ello conlleva, que históricamente ha sido  el único instrumento reivindicativo eficaz. En el momento actual, en un acto de pobreza intelectual y humana, reivindican la negociación perdida porque el  PP, con la aprobación de esa nefasta reforma laboral, ha puesto en manos de la patronal tantos recursos legales para hacer y deshacer a su antojo que no necesitan sentarse en una mesa a negociar con los sindicatos.
La acción del día 29 de marzo, a la que nos llaman las organizaciones sindicales mayoritarias, es una huelga estereotipada. Un acto asumido por los poderes económicos y políticos, un juego que les resulta hasta divertido, tal como se jactaba de ello el actual Presidente del Gobierno en una de esas reuniones de burócratas de la UE: “yo también apuntaré en mi currículo una huelga, como los anteriores gobernantes”, parecía pensar Rajoy cuando verbalizaba aquello de que: “la reforma laboral me va a costar una huelga general”; vamos que cuentan con ello, y sin sobresaltos. Por otra parte, es una simple acción de protagonismo sindical, de engaño, para decir que están ahí, porque, ¿qué sentido tiene parar la actividad productiva y los servicios un solo día? Eso lo hacen los gobiernos, o incluso la iglesia, cuando quieran, anunciando una fiesta nacional o algo parecido. Con actos de este estilo no asustan  a nadie, y, por lo tanto, nada conseguirán en beneficio de los trabajadores: parados, precarios o con empleo estable. Los dirigentes sindicales o no saben o no quieren saber que la lucha de los trabajadores, como hemos señalado, es un proceso que debería permanecer hasta alcanzar las metas, así ha sido siempre que las cosas se han hecho en serio.
 Desde la óptica de la participación, la huelga está llamada al más absoluto fracaso. Por un lado, ese miedo a la pérdida de lo que se tiene impedirá que los trabajadores se movilicen, incluso aquellos con ideas progresistas (yo ya he oído decir  en varias ocasiones que más vale ganar unos cuantos euros que estar en paro). Por otro, somos ya bastantes los que sospechamos que esto es una acción de carácter político, un lavado de imagen en la que priman exclusivamente los intereses de los propios sindicatos. Luego vendrá la “guerra” de datos de la participación en la que los organizadores intervendrán señalando una cifra que, sin ningún género de dudas, no se corresponderá con la realidad. ¿Y después qué? Algunos llegarán a la conclusión, si es que aún no han caído en la cuenta, de que el engaño no es patrimonio exclusivo de la derecha, sino que todo aquel que tiene algo de poder lo utiliza para defender en exclusiva sus intereses.
La situación general, ya no sólo la laboral, es compleja. Estamos en manos de desaprensivos, de enfermos cuyo único interés se centra en un desmedido afán de enriquecimiento. No es fácil encontrar soluciones para, al menos, retomar la dinámica de décadas anteriores, con la intención de encontrar otro camino diferente a este que no sabemos hacia dónde nos conducirá. Algunos piensan, pensamos, en ello, en buscar posibles salidas a esta situación que se puedan traducir en acciones, pero de momento todo ello queda limitado al terreno del pensamiento. No obstante, ayudaría bastante que las organizaciones sindicales y los grupos políticos que se autoubican en la izquierda dejaran atrás sus intereses grupales y se entregaran a la defensa de los intereses colectivos tal como ha ocurrido en otros momentos de la historia.

jueves, 1 de marzo de 2012

¿TODOS IGUALES ANTE LA LEY?

Esquema: El artículo comienza situando la proyección social de la ley en el marco de una sarta de mentiras con las que engatusan a una sociedad silente, para, a continuación, señalar la verdadera función de las normas en un sistema como el vigente. Después se define el colectivo encargado de aplicar las leyes y el papel que se les encomienda, de manera que al que de él se sale le cae sin reparos el anatema. Por último, de la manera más gráfica posible, se marcan las diferencias de trato en el proceso entre aquellos que tienen poder y de los que de él carecen. 

Dicen los diccionarios que la igualdad es el trato idéntico entre todas las personas, al margen de razas, sexo, clase social y otras circunstancias diferenciadoras, definición que, por cierto, encierra una contradicción en sí misma al admitir que hay clases sociales, es decir, ricos y pobres, patronos y trabajadores, explotadores y explotados, etc. Ni el más osado se atrevería a defender con pruebas o argumentos la existencia de este principio en sociedades como la nuestra, en donde, por el contrario, la desigualdad es endémica, y constituye el leitmotiv que engrasa el mecanismo del actual sistema. Como en tantos otros asuntos, en esto de la ley, es necesario proclamar lo contrario a lo que es la práctica habitual antes de que se descubra la cruda realidad. Una vez anunciado de manera machacona que todos somos iguales ante la ley, intentando hacer bueno el lema de Goebbels, la masa social se convierte en presa del engaño interesado, y lo asume sin rechistar. Nos mienten con eso de la democracia (algunos denuncian la mentira y piden democracia real ¡ya!), nos mienten con lo de la representatividad de los políticos (otros tantos, o los mismos, ya se han dado cuenta de que no nos representan), nos mienten con la reforma laboral que destruirá empleo en lugar de crearlo, nos mienten en campañas electorales los que nos prometieron que no habría subidas de impuestos, nos mienten, además, con eso de la igualdad ante la ley.
Ahora, como siempre, la ley es un instrumento para someter y reprimir al pueblo llano, limitando sus derechos, en defensa de la propiedad e intereses de las clases privilegiadas, entre los que se encuentran los propios políticos. Algunos ingenuos pensadores (H. Kelsen, M. Duverger, M. Hauriou, y otros tantos) han derrochado materia gris en defensa de la estructuración e independencia de la norma, en la creencia, por su parte, de que ésta rige de manera objetiva los estados democráticos modernos. Nada más lejos. La ley está diseñada para proteger a los que más tienen y para hacer cumplir con sus obligaciones a esa inmensa mayoría que mantiene a los  Estados, sin posibilidad de que los gastos que aquél genera sean repartidos proporcionalmente a la posesión de riqueza.
En los últimos tiempos, estamos contemplando como la ley se utiliza para destruir el estado de bienestar, conquistado en otros tiempos cuando la correlación de fuerzas entre dominados y dominadores era más favorable a los primeros. Así, vemos como se van restringiendo las prestaciones sociales y los derechos adquiridos. La aplicación de la ley, lejos de ser una fórmula de convivencia entre iguales,  no es otra cosa que el ejercicio del poder contra el que de él carece.
La ley, en suma, es  un instrumento coercitivo puesto en manos de las fuerzas políticas mayoritarias que, como venimos señalando, sirven, a su vez, al poder económico de la mejor forma, con el ánimo de permanecer en el gobierno el mayor tiempo posible.
Las leyes son tan poco precisas, y su cumplimiento está tan focalizado en la dirección de la defensa del poder real,  que encierra una enorme cantidad de fisuras por las cuales el pícaro se cuela para burlarlas. Los poderosos se rodean de “eficaces” asesores fiscales y juristas que, conocedores de la ley, de su ambigüedad, de sus incoherencias y de sus contradicciones, burlan la norma en beneficio de sus clientes. Por lo tanto, siempre que sea posible, les resulta más rentable incumplir la ley de forma reiterada aunque alguna vez se descubra ese incumplimiento y se tenga que rendir cuentas, porque, inevitablemente, las normas de carácter penal afectan tanto a unos como a otros, a los que tienen poder como a los que no lo tienen. 
La aplicación de las normas generadas por el poder político queda reservada a un colectivo de corte conservador en el que el clientelismo y la endogamia son piezas clave de la institución. Aunque nos quieren hacer creer que la ley es inflexible y explícita, no cabe duda de que su imprecisión es tal que, en el campo netamente jurídico, los dictámenes que emiten los jueces, que están bajo el poder de los órganos elegidos de forma poco democrática, encierran una gran carga subjetiva. Las decisiones y las sentencias para un mismo delito pueden ser contrarias según quien sea el que juzga, o aquél que es juzgado. Los jueces son unos simples funcionarios instrumentalizados a los que se les permite que ejerzan su  “poder” siempre y cuando respeten las reglas del juego, que no es otro que la defensa de los intereses de los que más tienen, y los de sus comparsas. En caso contrario, se pone en marcha la más deleznable maquinaria que permita expulsar a esa “oveja descarriada” que se atreve a enfrentarse al orden establecido. Los oscuros mecanismos empleados para alcanzar los objetivos nunca serán descubiertos, pero la ejecución de la medida suele ser  de lo más elemental; ejemplo: las actuaciones de Garzón son un impedimento para exculpar a los corruptos del caso Gürtel (vaya usted a saber lo que hay ahí dentro), pues se  expulsa al juez de la manera más burda y “santas pascuas”. En esa misma línea de persecución, el magistrado instructor José Castro debería andar con “pies de plomo” porque da la sensación de que van a por él; los medios de comunicación (incluidos los públicos), con esos tertulianos de extrema derecha a la cabeza, ya están haciendo su labor.   
Las cárceles están repletas de personas que pertenecen al lumpen urbano, o de aquellos que, de una u otra forma, contestan al sistema. Pocos elementos pertenecientes a las clases pudientes permanecen en prisión aunque sus desmanes hayan acabado en estafas o robos  de miles de millones. En ningún caso la ley les obliga a devolver lo que han usurpado. “El peso de la ley” tampoco recae sobre quienes, formando parte  de cualquier tipo de gobierno, roban, engañan o, incluso, invaden países con resultado de genocidio.
En el ámbito netamente procesal el tratamiento entre unos y otros casos de delitos, o entre unos y otros delincuentes es bien diferente. Vaya por delante que no defiendo ni justifico ninguno de los casos a los que me refiero a continuación. Si una persona humilde, acuciada por la necesidad vital de subsistencia, asume el papel de  “mulero”, y ésta es descubierta  en Barajas con droga, es detenida, puesta en manos de los jueces de inmediato, y encarcelada a continuación sin ningún tipo de contemplaciones. Sin embargo, los casos Urdangarín, Gürtel, Palma Arena, Malaya, y tantos otros casos de corrupción en los que están implicados individuos con más o menos poder, se eternizan en el tiempo. Los implicados son tratados como “presuntos” aunque las pruebas sean evidentes, después pasan por una escala nominal que discurre desde imputados a condenados, si es que llegan a serlo en algún momento, pasando por encausados, procesados y toda una retahíla de situaciones que alarga intencionadamente el proceso, con el ánimo de liberarles en cuanto exista el mínimo resquicio legal. La instrucción y los sumarios se hacen interminables mientras los investigados, imputados o encausados campan a sus anchas, con la posibilidad de deshacer entuertos que les pudieran culpabilizar o agravar sus “presuntos” delitos. Si por fin los procesos llegan a término, nunca se establece una relación de justicia entre pena y delito. Por lo general, si es que el “presunto” delincuente no es absuelto (véase el caso de los trajes de Valencia), el asunto puede quedar reducido a  una simple sanción pecuniaria o a unos pocos días de arresto: los recursos y, en último término, los indultos, el tercer grado y otras tantas tretas permiten que el tiempo juegue  su papel, y que todo el espectáculo haya quedado limitado, como en tantas ocasiones, a esa ancestral y recurrente fórmula que se conoce como “circo para el pueblo”, retransmitido en directo en sus diferentes fases por radio y TV.
En resumen,  es fácil concluir en que no somos todos iguales ante la ley, aunque, con el engaño como telón de fondo, así lo proclamen las Constituciones, la Declaración Universal de los Derechos Humanos o el sursuncorda.