Llevamos
una larga temporada, en la que el asunto catalán anda ahora por el medio, durante la cual se hace uso y abuso del
término ley, y de expresiones tales
como cumplir la ley, estado de derecho, la democracia es la ley, etc., etc.
Recurrir,
permanentemente, a la exigencia con métodos represivos del cumplimiento de la
ley, de leyes como las promulgadas en un sistema socioeconómico como el vigente,
denota tanto una clara muestra de debilidad política como la degradación de la
propia ley, poniendo en evidencia que, en estas circunstancias, no se trata de
una norma reguladora de convivencia
social, asumida y consensuada por el pueblo.
Por
si fuera poco, el uso reiterado de la palabra democracia, en boca de los menos demócratas, nos produce hartazgo e
indignación a los más pacientes ciudadanos que, de verdad, nos gustaría vivir
en un verdadero entorno de igualdad, libertad y justicia. Las expresiones democracia
y ley son dos armas arrojadizas que ahora utilizan, de mala forma,
independentistas catalanes y dirigentes del Partido Popular para el ataque
verbal recíproco. Los primeros dicen que la consulta a la que ellos consideran
Referendum es el ejercicio de la democracia. El Gobierno dice que los catalanes
deben cumplir las leyes. De esta manera, se establecen dos posiciones paralelas
sin que se vislumbre un punto de encuentro. A ambos términos, ley y democracia,
les han vaciado por completo del poco contenido real que les quedaba, después
de un largo periodo de engaños y desengaños.
Pero
¿qué es en realidad la ley que nos obligan a cumplir en un sistema
socioeconómico como el vigente? La ley es
un instrumento coercitivo puesto en manos de las fuerzas políticas
mayoritarias que sirven al poder económico de la mejor forma. Las leyes se
dictan para proteger a la oligarquía (o a sus lacayos) y reprimir a los
ciudadanos de a pié. La ley, las leyes, están, como digo, en manos de los
gobiernos de turno que exigen su cumplimiento mientras sus miembros las
incumplen impunemente sin que existan mecanismos para que tengan que rendir
cuentas por sus incongruencias.
Todo
el tinglado legal se sustenta, en este y en otros países, sobre la
Constitución, a la que, de forma solemne, la definen aquí como “Carta Magna”.
¿Magna? Yo diría que en nuestro caso es más bien ambigua, imprecisa y de bajo
nivel técnico. Las constituciones, por lo general, están formadas por dos
partes: La declaración de derechos y la organización del estado. La primera
parte es como un “brindis al sol”. Los derechos a los que alude son incumplidos
en, prácticamente, su totalidad. El derecho a un trabajo digno, a una vivienda
o, incluso, el derecho de huelga son vulnerados de manera flagrante.
La
Constitución española, en concreto, se elaboró por un conjunto de personas, en
su mayoría de corte conservador, algunas herederas directas de la Dictadura. No
insistiremos en ello porque es de dominio público, sobre todo para quienes
hemos dejado atrás la madura juventud, pero conviene recordar que el documento
fue redactado y aprobado a la sombra de la Dictadura y bajo la presión de un
ejército golpista, como así lo pudimos comprobar a lo largo de finales de los
70 y comienzos de los 80.
En
unas pocas palabras, el actual texto constitucional es como un saco agujereado
que hace agua por todas partes. En particular, la organización territorial es
un asunto inacabado, quedando invalidado el contenido del Título VIII. La
autonomía de las diferentes regiones ha dejado de funcionar, sobre todo en
aquellos lugares que se sienten encerrados como Nación en otra Nación.
Catalunya es el caso de rabiosa actualidad que reivindica su independencia a
través de ese Referendum que le niega el Gobierno del PP.
Las
leyes de menor rango que la Constitución son un enorme conglomerado que, por su
extensión, está cargado de imprecisiones y de contradicciones. Su aplicación es
arbitraria, y las sentencias o decisiones de los que las aplican tienen una
evidente carga subjetiva que varía según sea el que juzga o dependiendo del que
sea juzgado. Sólo es necesario echar un vistazo y comparar, por ejemplo,
sentencias y ejecutorias de manifestantes acusados, con razón o sin ella, de
piquetes, y recientemente con la entrada en prisión de dos líderes sociales
catalanes, con los abundantes casos ya juzgados y condenados por corrupción de
empresarios, políticos o gentes de la más alta alcurnia. Los juicios a los
Bárcenas, Rato, Urdangarín y otros tantos se alargan, se eternizan y luego,
cuando son condenados, siguen en la calle. Ingenua pregunta: ¿Por qué el
Gobierno no pide que se cumplan las leyes en estos casos de la misma forman que
solicitan para quienes se enfrenta, de una u otra manera, al poder?
Lo
peor del caso que nos ocupa es que la ciudadanía, en su inmensa mayoría, acepta
de buen grado el “principio de legalidad” y el cumplimiento de las leyes. Bien
es cierto que es por miedo, por sumisión, por ignorancia, por ingenuidad y por
ese carácter coercitivo que subyace bajo eso que llaman el “imperio de la ley”,
que está al servicio de los diferentes poderes del Estado.
Nos
gustaría acabar con dos anotaciones. En el mundo de lo real, sobre el asunto
catalán, cuyos dirigentes políticos se resisten a cumplir las leyes, quiero
decirles a los promotores de la iniciativa independentista que nunca se ha
conquistado la segregación o la independencia sin el uso de la violencia.
Tampoco se ha derrotado a un sistema económico y social a través de las urnas.
Por otro lado, en el terreno de lo imaginario, lejos de que se pudiera llegar a
un final asumido por todos, la solución al desorden político de esta Nación pasaría
por la elaboración de un nuevo texto constitucional, en el que se abordara una
nueva organización territorial. Pero
ante la ineptitud, la obstinación, la oposición a la pérdida de poder y la
falta de voluntad esto, como digo, queda sólo en el imaginario de algunos
sectores sociales. Es más eficaz, para los gobernantes con mayor poder, moverse
en la ambigüedad y en la imprecisión, y no en el ámbito de la razón, para
seguir utilizando a su antojo eso del cumplimiento de las leyes.
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