En
una reunión informal, hace ya unos cuantos años, dije que la universidad era una de las dos instituciones
públicas más corruptas. La otra a la que me referí, me la reservo, porque no todos
somos iguales ante la ley (http://ajgilpadilla.blogspot.com.es/2012/03/todos-iguales-ante-la-ley.html). En el grupo, formado por personas de indudable
ideología de izquierdas, estaba un amigo, profesor universitario, que se
enfadó. Me dijo que no era agradable pensar que trabajaba en un entorno
corrupto. Dijo esto o algo parecido. Salió a flote -de manera, tal vez, inconsciente- ese irracional espíritu clasista y clientelar, propio de los docentes de este sector. Con las experiencias personales y
las de otros miembros de mi familia, podría rellenar un montón de páginas,
denunciando un sinfín de hechos sufridos: abusivos, injustos e irracionales,
enmarcados en ese sector educativo. Pero se trata ahora de hablar con carácter
general, aunque, bien es cierto, que las conclusiones emitidas a continuación
son fruto de la observación, del análisis, de mi experiencia como docente y como
estudioso de modelos educativos y procesos de aprendizaje o, sobre todo, del sentido común.
La
ignorancia de la sociedad y los complejos de los que no han pasado por allí les
permite, a los empleados de la universidad, hacer y deshacer a su antojo sin
ningún condicionante o limitación. Mantienen una serie de formalidades ancladas
en siglos pasados que hacen de ella, en el mejor de los casos, una institución
rancia y clasista, y la sitúan, en consecuencia, fuera del progreso, de la
eficacia y de la modernidad.
La
universidad, encargada, formalmente, de preparar a los profesionales de alto nivel
de cualificación, sufre de endogamia,
de clientelismo, de corporativismo, de prepotencia y de soberbia.
Todo esto convierte a las universidades en organismos en los que la corrupción
es su sustento. Porque corrupción no sólo es lo que venimos sufriendo en el
terreno netamente político. Corrupción es también actuar de forma autónoma, sin
tener que rendir cuentas de su labor a nadie, y jugar con el porvenir de
quienes pasan por allí, víctimas del temor por superar o no superar determinas
metas impuestas arbitrariamente por unos individuos poco profesionalizados,
engreídos e investidos de un poder inmerecido.
Por
lo general, el profesorado ha llegado a la categoría de profesor sin salir de
allí, mejor dicho, es prácticamente imposible alcanzar la titularidad si no has pasado por el itinerario que te marcan desde
dentro: doctorarte en ese entorno, pasar por puestos de trabajo precarios y mal
remunerados, ser asistentes dóciles y, en suma, estar subyugados a los que ya
han alcanzado la meta, como estamos observando en estos días. Es un periodo de
doma y adiestramiento de manera que, cuando se logra el objetivo, ya se está
preparado para reproducir esquemas. En conclusión, el profesorado universitario
no ha conocido otro mundo laboral que el escueto entorno de su departamento.
Ese empobrecido recorrido laboral les resta la madurez intelectual y la madurez
emocional que hay que solicitar a cualquier profesional y, en particular, a los
que ocupan un puesto de trabajo en el sector educativo de cualquier nivel. Es
como que les falta “un hervor” que les permita relacionarse con la sociedad de
una manera natural.
Ese
falso prestigio admitido por la sociedad y, en los tiempos que corren, también por
los diferentes medios de comunicación, les otorga la posibilidad de recorrer
las diferentes emisoras de radio y TV emitiendo sus “doctas” opiniones. Sin
embargo, cuando aparecen, comprobamos que suelen carecer de la precisión y profesionalidad con la que los
asuntos deben ser tratados.
Su
misión, la del profesorado, debería ser la de formar con arreglo a las
necesidades de la actividad productiva, pero no solo ellos han estado ausentes
de la vida activa fuera del aula, sino que no les preocupa lo más mínimo lo que
se hace en las empresas, talleres, oficinas, etc. para, con esa información,
instruir a su alumnado. No existe referente alguno que valide sus programas.
Para
compensar esa ausencia, cargada de irresponsabilidad, se suele oír decir a sus
agentes que la universidad debe preparar para la investigación; nos preguntamos:
¿y sólo para eso? Aunque, si así fuera, malos investigadores saldrían de las
aulas de unas instituciones como estas que se sitúan por encima del bien y del
mal.
Alejados
de la realidad laboral, y de otros medios mundanos, en el neto terreno de la
práctica docente, su tarea, la de sus profesores(as), se limita a exponer
contenidos para que los alumnos tomen apuntes de los que serán más tarde
examinados. Ya se ha convertido en todo un clásico que la misión de los
docentes es la de trasmitir los
conocimientos, cuando en realidad el verdadero aprendizaje consiste en
desarrollar habilidades intelectuales tales como el razonamiento, la resolución
de problemas y la creatividad. Pero si ellos mismos, los profesores, carecen de
esas capacidades, ¿cómo podrían dirigir un proceso
de aprendizaje de esas características? Además de encontrarse a años luz de
las técnicas pedagógicas necesarias para llevarlo a cabo.
La situación en este sector es tan irracional que es posible aprobar una carrera sin asistir a clase, pidiendo los apuntes a otros y estudiando en casa. Algunos exalumnos presumen de haberlo hecho así. Ahí tenemos a la UNED, como el colmo de lo aberrante, otorgando títulos de ingenieros, abogados, economistas, etc. por correspondencia: ¿cabe mayor disparate? La universidad, incuestionable e inmerecidamente admirada lastra el modelo y la labor del profesorado del resto de las etapas educativas.
En
uno de los múltiples programas de TV que están abordando el flagrante caso de
corrupción de una de las universidades madrileñas, oigo decir a una atrevida
profesora, de esa institución cuestionada ahora, algo que resume aquello en lo
que se concreta la práctica docente. “Yo si pillo a un alumno copiando, lo
suspendo”. Lo que pone de manifiesto lo que he dicho anteriormente: se trata,
simplemente, de aprenderse algunos textos y responder en un examen a tres o
cuatro preguntas. Así se obtienen los títulos, si es que no te los regalan por
los motivos que sean.
La
universidad, por su opacidad y su falsedad, se ha convertido en una bomba de
relojería con riesgo de reventar en cualquier momento. Si la ineficacia de su
labor a lo largo de tanto tiempo, los vicios y las deleznables formas de
funcionamiento señaladas anteriormente, si todo eso no ha podido sacar a la
luz las miserias de la institución, ha
tenido que ocurrir por el abuso y complicidad de políticos ambiciosos y corruptos.
Ahora viene el llanto y el crujir de dientes, intentando resumir esas miserias
en el caso descubierto de una universidad madrileña que ha regalado un título a
una destacada representante del Partido Popular. Todavía le cuesta reconocer a
la ciudadanía que el problema detectado es extensivo a la institución en su
conjunto. Por un lado, a quienes han pasado por sus aulas les cuesta reconocer
que han perdido varios años de su vida, y que lo que allí sufrieron no les ha
servido para nada. Por otro lado, la ignorancia y la ingenuidad del pueblo
llano juegan un papel fundamental en ese inmerecido reconocimiento.
La otra institución corrupta a la que me refiero al principio es la JUDICATURA. Los jueces que han accedido a su puesto por el mero hecho de memorizar unos cuantos temas, sin valorar su capacidad intelectual y emocional. Como a los profesores universitarios, les falta un hervor (o unos cuantos) para alcanzar la categoría de humanos. Madre mía, qué miedo, en qué manos estamos.
ResponderEliminar